La familia resulta un concepto
desconocido para quienes, como yo, nunca han generado lazos afectivos en su
vida. Es una afirmación tajante y drástica, lo reconozco, pero tanto estudio y
ninguna definición de familia he podido aplicar a mi propia vida. No soy
insensible (o al menos esa percepción tengo de mí misma), pero no tengo interés
en la codependencia de las relaciones afectivas de ningún tipo.
La
concepción de “familia” ha variado según el periodo histórico y la cultura. En
algunos casos (la mayoría) se refiere a la relación consanguínea entre los
miembros de un grupo, en otros casos a la descendencia o ascendencia también
por lazos sanguíneos, una acepción más está vinculada con esas relaciones
afectivas que se forjan durante la vida (concepto más simbólico de la amistad,
la “familia que se elige”) y otros significados más científicos relacionados
con la taxonomía y la antropología social.
La
única familia que conocí fue Rebeca, una especie de madre adoptiva, sustituta,
que vino a llenar el espacio dejado por mi madre cuando decidió poner fin a su
existencia. Tras la guerra y nuestra separación, Rebeca se perdió en los anales
de la historia y mi familia fue un silencio evocado cada noche en la soledad de
las calles donde viví.
Hoy
las instituciones de conteo demográfico en muchos países reconocen más de 11
tipos de familias de acuerdo a cómo están integradas y los miembros que
conviven en ella, modelos de familia que se separan de la figura tradicional de
madre, padre e hijos impuesta desde ciertos grupos pronatalistas que se oponen
al reconocimiento de los demás tipos de familias.
Esta
oposición se ha radicalizado en la última década, en medio de un ríspido debate
(guerra, me atrevería a decir) por la defensa y reconocimiento de la figura
legal de “familia” para otros modelos de este concepto tomado en cuenta por
esas instituciones a las que he hecho referencia, pero sin estar plasmadas en
lo jurídico (y, por extensión, sin ser tomadas en cuenta para la garantía de
derechos que se derivan del reconocimiento de esta figura para otros modelos de
familia).
Hay
tanta toxicidad en las relaciones que concebimos como “familiares” que
difícilmente podré adaptarme a ellas y a todo lo que implican. He vivido a
pesar de mí, alejada de cualquier vínculo que implique esa “familiaridad”.
Respeto mi voluntad de negarme a la vida y la existencia y mi único deseo con
esta negación es morir en el silencio (y que mi nombre se extinga en ese
silencio) cuando suceda lo que ha de suceder. Sin familia, esa meta es posible.
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