En este mundo en el que vivo una
tercera parte de la población no tiene acceso a la alimentación, otra tercera
parte no puede satisfacer la canasta básica y otra tercera parte, aunque cuenta
con los recursos para alimentarse de manera integral, parece renunciar al
alimento o desperdiciarlo.
Recuerdo
una narración de Franz Kafka titulada “El artista del hambre” (al menos esa fue
la traducción que he conocido en castellano) que refleja un poco de lo que
podríamos considerar en nuestros tiempos como un “atractivo” a partir de la
anatomía que se moldea a voluntad.
La
gran hazaña de ayunar de forma prolongada por varias semanas y la curiosidad (o
el morbo) de mirar un cuerpo que no ha sido alimentado en ese periodo, hoy se
ha convertido en un culto de belleza en Occidente, donde ciertas siluetas se
imponen sobre otras que ni siquiera eran conscientes de sus dimensiones.
Tomar
conciencia del cuerpo como espacio de representación también debería implicar
analizar hasta dónde este cuerpo ha sido moldeado a partir de constructos
sociales que nos han sido impuestos y de qué modo hemos hecho de este cuerpo
algo individual y representativo de un “Yo” que no tiene un par.
El
hambre parece haberse vuelto una constante en este Occidente de cuerpos
moldeados para ajustarse a una silueta “de consumo” y aunque los estudiosos del
tema insistan en un sistema económico y la distribución inequitativa de las
riquezas (que también influyen), no dejan de ser versiones creadas desde un
escritorio que aún no ha conocido qué es, cómo se siente y cómo se vive el
hambre.
Es
una sensación que te corroe por dentro mientras intentas entregarte a la vida,
teniendo motivos o no, tan solo por el hecho de seguir con vida y continuar con
el peso de las horas, en movimiento, evitando que esas mismas horas nos
aplasten.
He
vivido el hambre. La he padecido. La he disfrutado. He encontrado un gusto macabro
por esa sensación de vacío en el cuerpo a nivel orgánico que, paradójicamente,
se refleja en un vacío a nivel espiritual que nos impide apreciar el valor de
la vida y la existencia.
El
hambre es uno de los cuatro jinetes del Apocalipsis del que habla la tradición
judeocristiana. Tal vez no el peor (podría ser la peste), pero sí un mal
agresivo que quizá responda a esa falta de sensibilidad y empatía de un
Occidente enriquecido frente a un hemisferio (sur) que muere en vida.
El
hambre de vida debería ser motivación suficiente para vivir. Pero no lo es.
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