Apenas el óvulo es fecundado,
comienza a crearse una red de vínculos que desaparecerán hasta después de
nuestra muerte. El primero siempre resulta el latido con el que somos traídos a
la vida, ese “bum-bum” que nos conecta con el ser que nos llevará en su vientre
durante algunos meses hasta que el grito de la vida nos haga parte de este
mundo fuera de un útero.
Pensemos
en una semilla, cualquiera, incluso la típica semilla de frijol que nos obligan
a germinar en la temprana infancia para entender el ciclo de la vida. Al
abrirse, la semilla crea raíces, tallos, ramadales, hojas y nervios en sus
hojas, todo en una especie de red manifiesta en diferentes formas (lazos) que
genera vínculos con este mundo en los diferentes contextos y circunstancias en
las que se inserta.
Si
cortara todos esos vínculos, la semilla germinada simplemente dejaría de
existir. Uno puede cortar las raíces y al cabo del tiempo se secaría. Si uno
cortara todas sus hojas, nos quedaríamos con un tallo que también al cabo de
los día se secaría. Si cortáramos todos los tallos y únicamente conserváramos
las raíces, ¿qué sería de la raíz sin el resto de sí para poder existir?
Lo
mismo ocurre con la humanidad, con cada persona que es traída al mundo. Cada
individuo es un microuniverso inserto en un macrouniverso, sujeto a un tiempo y
un espacio determinados, en contextos y circunstancias específicas que dan
sentido a su propia existencia. Cada persona es un ser complejo, en apariencia
simple, cuyas conexiones con el mundo pueden compartir patrones similares con otros
individuos y siempre habrá un punto (una puntada) que difiera de los demás,
algo que haga de su existencia algo único e irrepetible.
Si
pensáramos el microuniverso que conforma a una persona, imaginemos que cortamos
su sistema nervioso. Al poco tiempo se verían las consecuencias de esa
desconexión entre el microuniverso y el macrouniverso de esa persona. Si a ese
individuo le cortamos los vínculos sociales, únicamente los vínculos sociales,
conservaría otro tipo de vínculos con el mundo, pero al cabo del tiempo su
microuniverso perecería ante la fragilidad de sus vínculos con el macrouniverso
en el que está inserto.
En
mi caso, podré renegar de la vida, renunciar a ella, a mi propia existencia,
pero no puedo cortar mis vínculos con este mundo. Incluso si me decantara por
el suicidio, esos vínculos trascenderían mi existencia de otras maneras, como
el rastro que dejan las plantas una vez que han muerto: raíces.
El
silencio es el entorno en el que todos esos vínculos nos sobreviven. Cuando
suceda lo que ha de suceder, cuando suceda, incluso el nombre se volverá
silencio.
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