Vivimos en un mundo que, por un
lado, exige la comprobación de hechos y fenómenos bajo leyes medibles, y por
otro lado, omitimos la comprobación para creer ciegamente en algo, aunque sea
una mentira.
Si
digo que aborrezco la vida, con esas letras, hablaré de una circunstancia
particular, individual, que no genera empatía ni afinidad con un “otro”, mucho
menos si es a título personal y lo digo en persona o a través de una red social
(aunque en este caso tal vez genere alguna reacción).
Si
lo digo a través de alguna otra plataforma, como un sitio web de noticias y lo
comparto en las redes sociales bajo un título más “universal”, como “una vida
más corta es más satisfactoria, dice estudio”, tal vez genere una reacción en
cadena por afinidad o empatía, a pesar de que el contenido sea una
circunstancia individual, sin llegar a convertirse en un hecho comprobable.
La
subjetividad de la vida y las herramientas para vivirla nos han convertido en
una ficción de nuestro propio sistema. No obstante, mientras haya una segunda
persona que comparta nuestra circunstancia, el mundo moderno puede darlo por
hecho, si no comprobable, al menos no como un caso individual, y quizá derive
en un nuevo estudio en alguna universidad desconocida para tratar de
justificarlo, demostrarlo y convertirlo en una nueva teoría.
Ojalá
la vida fuera más que un hecho comprobable por métodos accesibles para todo
mundo. Pero la ficción supera a ese sistema de normas y trasgrede la realidad
conocida. La verdad tiene grados de verdad. La ficción sigue siendo ficción,
sin descartar sus grados de verdad.
El
único hecho que podemos concebir es la muerte, porque cuando sucede lo que ha
de suceder, es una circunstancia compartida, medible y comprobable. El
nacimiento, en cambio, nunca llega a consumarse hasta insertar en nuestro
sistema de creencias algún postulado en torno a la vida.
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