17 de noviembre de 2019

293. El caramelo


Qué curioso que una diminuta pieza de azúcar multicolor despierte tanta satisfacción al momento de probarla, pero más desde el momento en que cautiva nuestra vista en una vitrina o aparador, y aún más cuando vemos el proceso de elaboración de manera tradicional.

         De entre todas las variedades, hay unos caramelos que son mi fascinación. Sabor limón, vendidos de manera individual en envolturas color naranja y blanco con letras verdes, son de caramelo macizo en un blanco verdoso y un interior ácido, semejante a una mezcla entre azúcar glas y algunas gotas de limón.
         Yo era muy pequeña cuando probé esos caramelos por primera vez. Rebeca los guardaba en la alacena, en un frasco de cerámica decorada a mano en Holanda (nunca olvidaré esa combinación de fondo blanco y dibujos en azul rey). En esa ocasión yo había cumplido una promesa y Rebeca me recompensó con uno de esos caramelos.
         Desde entonces he probado otros confites, pero ese especialmente se ha quedado grabado en mi memoria y de cuando en cuando me doy el gusto de saborear un caramelo de limón. Ahora ya es muy difícil encontrarlos a la venta, solo en la única dulcería tradicional que aún sobrevive en esta pequeña ciudad en la que habito.
         “La Esperanza” tiene casi cien años de existencia. Fue fundada por migrantes sirios que huyeron de un régimen fascista y de la guerra que se veía venir. En los sótanos (esta ciudad tiene casi quinientos años de haber sido fundada y en sus entrañas, debajo de las calles, hay muchos secretos) tenían la fábrica que siempre destilaba un aroma dulzón mientras las calderas estaban encendidas.
         Al pie de calle, una enorme vitrina mostraba a los transeúntes las diversas creaciones de “La Esperanza” y al ingresar, una segunda vitrina horizontal, aún más grande que la exhibida en la ventana, contenía pequeños cajones con todos esos caramelos que eran la delicia de chicos y grandes.
         Yo ya estaba en la madurez cuando entré por primera vez a ese pequeño local que no mediría más de doce metros cuadrados. Después de muchos años de avatares, ahí encontré nuevamente los caramelos de limón que me hicieron feliz durante algún tiempo en mi infancia. Fue tanta la nostalgia que al probar la primera pieza, me solté a llorar como Magdalena (casi nunca he llorado en mi vida) y sonreía a pesar del llanto, porque por un momento, un instante igual de efímero, había vuelto a experimentar la felicidad.

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