30 de noviembre de 2019

318. El diamante

Roca de gran valor (semejante a un cristal una vez que ha pasado por un largo proceso de transformación), un diamante ha cobrado mayor valor con el paso del tiempo al ser una piedra rara, por la baja frecuencia con la que se encuentra y su poca disponibilidad en la minería.

         Con múltiples usos en la vida cotidiana, especialmente con motivos ornamentales reservados para ciertas élites, el diamante también se ha empleado para simbolizar el valor de algo o alguien: por extraño, por su rareza, por su valía frente a un promedio, por el fulgor que despide, en fin.
         Algunas personas son llamadas “diamante” por reunir estas características, aunque a veces tengo la impresión de que estamos sobrevalorando y hace falta mirar con diferentes perspectivas, pues más allá de los rasgos enlistados, un diamante puede ser bello y atractivo, aunque duro y frío.
         Y sin embargo, al ser una piedra preciosa, comparte esta misma categoría con las esmeraldas, los rubís, los zafiros, amatistas y demás rocas similares, solo que la humanidad parece dar mayor valor a aquellas cosas o personas más claras, más brillantes, sin tomar en cuenta estos otros elementos que les hacen igual de comunes que sus pares.
         Si me preguntaran si he visto un diamante en mi vida, no sabría decirlo con certeza. He visto piedras preciosas, pero ignoro si son reales o ficticias. Cierto es que atraen y maravillan a la vista, pero así funciona la belleza: solo existe para ser contemplada y únicamente existe mientras haya un ente que dé sentido a su existencia mientras es contemplada.
         Un poco se parece al sonido y al silencio. Mientras no exista alguien que les escuche, ¿existen?
         Si clasificáramos a las personas con su símil como piedras preciosas, yo sería piedra de río: común, poco llamativa, inútil para propósitos ornamentales, pero seguiría existiendo independientemente de que haya o no otros ojos para contemplarme. Mi existencia no estaría determinada por las virtudes de mi belleza (que las rocas de río también las tienen), sino por pertenecer a un “algo” que me sobrepasa y de lo cual no puedo desprenderme.

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