El color se derrama entre los
hilos para formar la silueta de una flor de lis. Las manos (tan diversas como
un ramo de crisantemos), en silencio, dejan huella en la blancura del lino y su
entramado inglés, dispuesto a recibir la puntada precisa para continuar con
otro tono que defina los contornos, dotando de volumen al tejido plano montado
sobre el bastidor. Cadenilla, pespunte, sombreado. Y poco a poco el bordado se
extiende a través de varios metros de tela apilados en las piernas de las brujas
del pueblo, cuyas manos mantienen en suspenso la afilada aguja a punto de
continuar la labor.
El
ardiente verano se cuela entre las ramas del mezquite junto a la ventana
abierta. Ni una brisa. Únicamente el sol abrasador que penetra por las rendijas
de la casa hasta impactarse en la blancura de la tela. Pero el tejido parece no
concluir. En este manto tan extenso como la añoranza, la memoria de cien brujas
parece fundirse con cada flor de lis (blanco aperlado, blanco ostión, blanco
silencio atrapado en la memoria de las canas). Y en cada puntada, las mujeres
diestras (y no tan diestras) en las artes de la aguja aguardan el momento de
parar, de llevar a término el vestido que usará Beatriz el día de su boda.
Al
calor de la sala (tan sofocante en sus cuatro paredes, a pesar de las puertas y
ventanas abiertas a una brisa imaginaria), el tejido va cobrando forma a medida
que transcurren los días. Y ahí, en el entramado, también yace una urdimbre
elaborada con el silencio cotidiano. Nadie habla. Nadie tiene el valor de desafiar
el ritmo marcado desde la primera puntada. El lino entre sus piernas es un
lienzo en blanco en el que han depositado hasta el último fragmento de sus
corazones. Porque así es, así debe ser. En el bordado han entregado todo,
incluso el alma. Ahí en la tela se han abandonado al silencio de sus
pensamientos, atribuladas por la marcha cotidiana, cada una sumida en su propia
realidad.
Entonces
una puntada. Y la siguiente. Y lo demás. Una secuencia de hilos color de hueso y
cal dando forma a esa cadena de flores de lis, decorando la orilla del vestido,
el cuerpo, el talle, las mangas, el escote. Son sus manos las creadoras de un
artificio detallado y, a pesar de todo, tan simple. En su conjunto, el bordado
aparece como una cadena de hilos un poco bella (solo un poco), despertando la
curiosidad sobre el resultado final. Estas flores de lis son algo más que
siluetas hermosas perfiladas con aguja experta. Aquí hay memorias, latidos que
se esconden en secreto, fragmentos de ilusiones bordadas sobre lino, la experiencia
de varias generaciones invocando como un rito una vida ajena al sufrimiento.
Es
un blanco de presagios conjurados por las brujas del pueblo, presagios que se
entrecruzan en una urdimbre de hilos y puntadas a cual más de dispares, y en
cada puntada la memoria de cada instante de cada bruja mientras inserta la
aguja con el hilo sobre la frescura del lino que se extiende sobre las piernas
apostadas en la sala de la casa. Hilos de silencio que van formando un
entramado ceremonial donde se evocan flores de buenaventura, aunque escondan en
sus formas la existencia de las brujas y sus pensamientos mientras arde el
verano en la ventana.
Pero
Beatriz vestirá de blanco. Una cola extensa, la más larga que el pueblo
recuerde. Y sus manos, con un ramo de gardenias (ese aroma dulzón y fresco
imposible de olvidar), portarán en unos días el anillo de bodas más hermoso del
mundo, de oro puro, engarzado en sus dedos diminutos como su sonrisa. Tal vez
joven, pero en la edad más prometedora según la dimensión de la familia. Será
una novia hermosa, elegante, un poco tímida, aunque hermosa por sobre todas las
virtudes. Las caderas anchas. La cintura breve. De trenzas largas. La dentadura
completa. ¿Qué más podría desear José?
Ninguna
de las bordadoras dudaría del futuro prometedor que aguarda para Beatriz, tan
bella con sus ojos color tamarindo (ni muy cafés, ni muy amielados). No
obstante, la tela entre las manos (los metros de lino apilados en la alfombra,
derramados en medio de la sala como cadáver dispuesto al centro de un
anfiteatro), en su docilidad, advierten la angustia que deja ver cada puntada
en el bastidor: manos diestras, manos nerviosas, manos de angustia, devoradas
por la incertidumbre, manos fantasmales, vaporosas, apenas el esbozo. Y cada
una espera lo mejor para Beatriz. Una vida plena, tantos hijos como pueda
soportar el destino escrito en la siguiente puntada en el telar. Tan optimista.
Tan ilusa. Pero son solo deseos bordados en la extensión del entramado.
Sin
embargo, aquí están las brujas del pueblo reunidas en torno a tantos metros de
tela (una tela más barata que la belleza del entramado), bordando en su
silencio la curiosa manía de confesar su propia historia en el cruzar de los
hilos (blanco almidón, blanco la nube del verano, blanco apilado en el fondo de
los ojos). Y los hilos dispuestos en la canasta al centro de la sala van
pasando de una mano a otra para ser ensartados en el ojal más estrecho por el
que pudieran haber cruzado para luego confundirse con el entramado del lino.
Entonces, abandonadas a su destreza o falta de habilidad, las brujas se dejan
llevar por el motivo dibujado en la blancura de la tela.
Y
aquí va una puntada, dos, tres, y el hilo corre entre las manos como si nunca
se acabara, infinito, eterno, extenso como el pensamiento, sin importar las
manos que le dan secuencia a su tejido. En el silencio más pesado del que se
haya tenido noticia en el pueblo Alfonsina termina de bordar una flor de lis
para comenzar con la siguiente en una secuencia que parece no concluir. Sus
manos son la paciencia inscrita en la orilla izquierda del vestido. Alfonsina
no tiene prisa. Con sus setenta y tantos años, la vida puede transcurrir a su
propio ritmo y ella seguiría bordando la flor de lis sobre la blancura del
lino. ¿Por qué vivir a la carrera?
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