16 de noviembre de 2019

286. El avión


Se decía que Pedro Infante había muerto en un accidente aéreo y que no había dejado restos para ser llorado. Durante muchos años prevaleció la creencia de que viajar en avión era muy peligroso. La paranoia llegaba a tal grado que se afirmó incluso que había más accidentes que aterrizajes.

         Han sido mucha las historias así, muertes trágicas de grandes personajes que viajaban en avión, desde artistas de la farándula hasta políticos y personas cuya suerte ya estaba escrita desde el momento en que adquirieron su boleto, con accidentes en espacios despoblados, montañas, cerros, valles, hasta en mar abierto, en muchos casos sin deja mayor rastro de sobrevivientes.
         Confieso que toda mi vida he tenido miedo de subir a esos pájaros de acero en gran parte por ese temor infundado a partir de las historias que se contaban. Sin embargo, varias veces emprendí el vuelo solo cuando no había otra opción. Llegué a estas tierras cruzando el océano, aunque tardara un mes en la travesía, porque aún mantengo ese temor a perecer en medio de la nada.
         Recuerdo mi primer viaje en avión (imposible olvidarlo). Se trataba de una corta travesía que a lo mucho duraría dos horas. Cruzaría un golfo para llegar a una península cercana a la frontera. Le llamaban “La Guajolota” y no entendí por qué hasta que lo experimenté en carne propia.
         Desde antes de despegar, el avión temblaba y los asientos de los pasajeros parecían demasiado inestables. Entonces el acelerador, el estridente sonido de las turbinas, el crujir del metal conforme avanzaba y el temblor de todo aquel aparato que no cesaba hasta que, de pronto, veías por la ventanilla que íbamos en ascenso, cruzando las nubes hasta posarse a una altura considerable.
         Fue tal vez mi mala suerte (o el destino que así había sido escrito) emprender el vuelo en un día de nubosidades y tormentas. Estando en el aire, el avión temblaba como si de un terremoto en tierra firme se tratara. Y al interior de ese pájaro de acero únicamente alcanzaba a escuchar un rezo tras otro entre los pasajeros mientras el avión crujía y temblaba sin parar, con la lluvia golpeando las ventanillas y una aferrada a su asiento, con los ojos bien abiertos para capturar el momento de la muerte si es que en ese momento sucedería lo que habría de suceder.
         Pero no pasó. Dos horas más tarde llegábamos a nuestro destino, cerca de la playa, el cielo despejado, el pájaro de acero aún temblando y rechinando conforme descendía, pero al menos el corazón en su lugar. No fue la única vez que subí a “La Guajolota”, aunque nunca olvidaré esa primera vez.

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