15 de noviembre de 2019

283. La mucama


Nadie hubiera adivinado quién se escondía debajo de ese uniforme decimonónico. De tela gruesa en colores gris y blanco, vestía una blusa aún con detalles de encaje en el cuello y las mangas, zapato de piso en color gris, una pequeña cofia en la misma tonalidad, el cabello recogido, sin aretes, anillos ni cualquier detalle de orfebrería. Su único adorno eran sus ojos y un pequeño lunar sobre el labio.

         Inés desempeñaba su labor en silencio, la cabeza baja, en obediencia estricta, nunca causó problemas, según cuentan. Al llegar al hotel a las seis en punto daba los buenos días sin mirar a los ojos y comenzaba su recorrido por los pasillos para dar limpieza a las noches pasajeras de los huéspedes. Sí, a esa hora.
         Evitaba mirarse en los espejos. Parecía que le incomodaba su reflejo. En su delantal iba guardando los objetos olvidados por los huéspedes y cada tanto tiempo los dejaba en recepción por si alguien llegaba a reclamarlos. Llegadas las diez de la mañana entraba a la cocina y tomaba una taza de café, salía al patio de servicio y fumaba un cigarrillo, miraba al cielo por un instante, suspiraba y luego volvía a su labor.
         Pocas veces se le vio hablar. Nunca intimó con algún otro trabajador del hotel. Evitaba el contacto con la gente, pero no era misántropa. Eso lo descubrí tiempo después, cuando le vi montada en lencería, medias de red, tacones de plataforma, una hermosa boa emplumada y un corsé de nervios, bailando en torno a un tubo, haciendo acrobacias que serían imposibles para mucha gente.
         Su sonrisa iluminaba el escenario, el brillo de la seda y la delicadeza de los encajes. Lucía un maquillaje tan impactante que muchas drag queens le buscaban para completar su artificio. En el “Vitalis” y su vida nocturna parecía otra, como si se sintiera integrada no en un grupo, sino en una familia.
         Fue confesora de muchos y en su pecho rodaron muchas lágrimas ajenas que ella guardó con celo, porque era confidente. En dos ocasiones se sentó a mi mesa y pidió consejo, como suelen hacer otras personas, aunque sus preguntas eran muy diferentes: “¿alguien llegará a conocer mi nombre?”, “¿algún día me perdonaré por lo que hice?”.
         Sus manos decían tanto y al mismo tiempo, sus líneas lo ocultaban. Respondí con los ojos, porque hay cosas que no requieren de palabras. Mis ojos y el silencio proyectado se hicieron entender a través de la música estridente. Inés lloró aquella última noche. Nadie más sabrá de su secreto.

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