1 de diciembre de 2019

331. La demencia


Sin llegar propiamente a lo que conocemos como locura, aunque con síntomas similares, la demencia es una barrera que te aleja del entorno y se convierte en un filtro agresor para la mente propia, presionando cada vez más hasta que llega un punto en el que la existencia se vuelve insoportable.

         Hará cosa de unos años que conocí a una persona muy creativa, reconocida por su trabajo, activista social, feminista y en el fondo, un gran corazón que era muy tímido para mostrar sus afectos. Conocí su etapa de lucidez y el deterioro posterior al que le condujo esa demencia que se manifestó de muchas formas hasta el grado de ya no reconocerme, pese a los años de amistad transcurridos.
         Solíamos reunirnos cada fin de semana para comer y degustar unas cervezas alemanas o belgas mientras platicábamos de todo lo imaginable (y lo que no imaginarían también). Su casa era un refugio de creación. Ordenada en su desorden, pasábamos de Vikki Karr a Joan Sebastian Bach y Mozart mientras fumábamos puros o cigarrillos cubanos y la plática pasaba de un tema a otro sin mayor problema porque nos entendíamos en el silencio.
         Fue una época de muchas risas, de momentos de alegría y algunos de desventura que sorteábamos con una sólida amistad que confiaba plenamente. Esa alegría se manifestaba en los diversos colores que imperaban en su casa, desde las bugambilias y azaleas en el jardín, hasta los tonos terracota, verde limón y rojo bermellón en cada detalle de la casa.
         Pero la demencia ya se había gestado y no tardó en salir a la superficie. La casa cambió sus colores por un blanco grisáceo, los detalles en una paleta de colores fríos, quebrados, poco armónicos y mucho menos invitando a la calidez de las pláticas de antaño. Las visitas se volvieron cada vez más esporádicas y los silencios se prolongaron incluso en la distancia.
         El último año en el que llegamos a vernos, su mente ya estaba demasiado deteriorada, al grado de no conectar los temas de la conversación. Parecía que se encerraba en su propia mente y que una podía ver eso que estaba pasando y que tenía la capacidad para entenderle. Pero su mente estaba cerrada y yo no podía penetrar. Había mucha irritación, mucho enojo con el mundo, con el entorno en el que vivía, y no había forma de saber el origen de todo.
         Sucedió lo que había de suceder. Su mente se despeñó en un mar de voces que le atormentaron una madrugada. Le hicieron levantarse de la cama y correr por la casa arrancándose mechones de cabello. Su alteración fue tanta que nunca pisó bien en las escaleras y cayó, sola, en el silencio de la casa y el estruendo de las voces en su cabeza. Hoy una lápida lleva su nombre.

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