Sin llegar propiamente a lo que
conocemos como locura, aunque con síntomas similares, la demencia es una
barrera que te aleja del entorno y se convierte en un filtro agresor para la
mente propia, presionando cada vez más hasta que llega un punto en el que la
existencia se vuelve insoportable.
Hará
cosa de unos años que conocí a una persona muy creativa, reconocida por su
trabajo, activista social, feminista y en el fondo, un gran corazón que era muy
tímido para mostrar sus afectos. Conocí su etapa de lucidez y el deterioro
posterior al que le condujo esa demencia que se manifestó de muchas formas
hasta el grado de ya no reconocerme, pese a los años de amistad transcurridos.
Solíamos
reunirnos cada fin de semana para comer y degustar unas cervezas alemanas o
belgas mientras platicábamos de todo lo imaginable (y lo que no imaginarían
también). Su casa era un refugio de creación. Ordenada en su desorden,
pasábamos de Vikki Karr a Joan Sebastian Bach y Mozart mientras fumábamos puros
o cigarrillos cubanos y la plática pasaba de un tema a otro sin mayor problema
porque nos entendíamos en el silencio.
Fue
una época de muchas risas, de momentos de alegría y algunos de desventura que
sorteábamos con una sólida amistad que confiaba plenamente. Esa alegría se
manifestaba en los diversos colores que imperaban en su casa, desde las
bugambilias y azaleas en el jardín, hasta los tonos terracota, verde limón y
rojo bermellón en cada detalle de la casa.
Pero
la demencia ya se había gestado y no tardó en salir a la superficie. La casa
cambió sus colores por un blanco grisáceo, los detalles en una paleta de
colores fríos, quebrados, poco armónicos y mucho menos invitando a la calidez
de las pláticas de antaño. Las visitas se volvieron cada vez más esporádicas y
los silencios se prolongaron incluso en la distancia.
El
último año en el que llegamos a vernos, su mente ya estaba demasiado
deteriorada, al grado de no conectar los temas de la conversación. Parecía que
se encerraba en su propia mente y que una podía ver eso que estaba pasando y
que tenía la capacidad para entenderle. Pero su mente estaba cerrada y yo no
podía penetrar. Había mucha irritación, mucho enojo con el mundo, con el
entorno en el que vivía, y no había forma de saber el origen de todo.
Sucedió
lo que había de suceder. Su mente se despeñó en un mar de voces que le
atormentaron una madrugada. Le hicieron levantarse de la cama y correr por la
casa arrancándose mechones de cabello. Su alteración fue tanta que nunca pisó
bien en las escaleras y cayó, sola, en el silencio de la casa y el estruendo de
las voces en su cabeza. Hoy una lápida lleva su nombre.
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