Escribía Wislawa Szymborska que “vivir significa estorbar”. ¡Cuánta razón tenía!
El mundo moderno se ha individualizado a tal grado que la presencia del “otro” físico incomoda, genera alteración, irrita por la posibilidad de que conozca al “Yo” íntimo, el que “es” y no el que “aparenta ser”, ese al que se aspira a ser porque provoca una mayor sensación de satisfacción con ese algo que pueda explicar una existencia.
En el fondo, se trata de una necesidad de reconocimiento (no en el sentido de aplaudir por un mérito), de sentir que a través de la virtualidad existimos en el modo que queremos ser vistos (incluyendo los miles de filtros disponibles para decorar una vida y una existencia codependiente de la virtualidad).
La existencia, entonces, se reduce a un “like” multiplicado por la afinidad virtual de quien no conoce el “Yo” que “es”. Y todavía me preguntan si esa realidad virtual trasciende al entorno inmediato. Por supuesto, aunque cara a cara no se puedan emplear los filtros y nos quedemos únicamente con el remanente de la verdad.
La verdad incomoda porque existe. En la virtualidad solo jugamos con esa realidad. La existencia es una presencia incómoda, tanto o más que la propia sombra que cargamos desde el nacimiento hasta la muerte.
Vivir, entonces, significa estorbar. Un gusto ser presencia incómoda en este mundo.
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