Ha sido un día sin nubes, con un cielo claro, limpio, de un azul con tonalidad suave (no intenso como solo he visto en una ciudad en el mundo). Aunque el sol intentaba arropar al mundo con su calidez, la temperatura era más bien helada (nos encontrábamos a cinco grados).
Por la mañana, mucho antes del alba, yo ya me encontraba sobre mi escritorio bebiendo mi primera taza de café mientras redactaba unas líneas a alguien, envuelta en el humo del tabaco (“creme de la creme”, para ser precisa) y con la voz de Jessye Norman en las bocinas interpretando ese pasaje de “Dido y Eneas” cuya última frase me ha marcado la vida (“remember me... but don’t forget my faith”).
Aún no concluía con la misiva cuando el sol ya atravesaba la cortina y sus rayos se incrustaban en la servilleta bordada sobre la cual reposaba mi segunda taza de café. Extraño, aunque solo lo advertí hasta más tarde al pensar qué rápido transcurría el día.
No suelo desayunar más que dos tazas de café (tantos años y la gente aún me pregunta por esa curiosa dieta matutina). A pesar del frío de la mañana ya anunciado con precisión en las noticias de la radio, decidí tomar una ducha como un pequeño ritual que me ha perseguido durante años y que me ha sido imposible abandonar.
Me vestí con ropas gruesas y encima me coloqué un poncho tejido (¡cuántas prendas tejidas no conservaré en esta casa!). Busqué en la alacena mi viejo morral bordado con crisantemos y salí a la calle con la bolsa bajo el brazo, dispuesta a hacer las compras del día para preparar un caldo de verduras que al menos me permitiera conservar el calor para la fría jornada.
Lo usual en el mercado, las salutaciones de cortesía sin entrar en detalles, mirar el sol impactarse en la fachada de la iglesia y recorrer los mismos pasos de vuelta a casa. ¡Oh sorpresa! Cuando por fin había llegado ya casi eran las dos de la tarde y cuando el caldo estuvo dispuesto la novela ya había iniciado.
Y heme aquí, sentada en el sofá, escuchando a Edith Piaf mientras tejo una nueva manta para abrigar mis últimos inviernos, en el silencio de la casa y la quietud de la calle que se filtra a través de la ventana, alumbrada por dos lámparas de mesa que muy apenas me permiten distinguir un punto de otro.
Apenas son las seis de la tarde y el mundo parece haber muerto entre la bruma del solsticio como presagio ancestral. La cuenta en el reloj está a punto de agotarse.
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