Yo era muy niña cuando me enseñaron una historia sobre la albahaca que ha mantenido viva mi imaginación por el simple hecho de conservar la ingenuidad de la infancia. Eran mis primeros años con Rebeca, quien cada fin de semana recibía una visita muy especial que siempre llegaba con una planta de obsequio.
Esa vez era diciembre. Lo recuerdo porque Rebeca ya había colocado la decoración alusiva, incluyendo una rama seca con esferas, escarcha y algunos adornos aquí y allá (la pobreza me haría conocer hasta mi vejez lo que era un árbol de Navidad como los conocemos actualmente).
Nubia llegó cerca del mediodía. Regordeta como la recuerdo, sus mejillas rosadas, ataviada en un vestido voluminoso por las capas de fondo que usaba en su faldón, coronado por un hermoso delantal bordado de forma artesanal por migrantes rusas (el centro era una muñeca de grandes ojos azules y un vestido elaborado con retazos de telas estampadas con detalles florales).
En sus manos cargaba un trozo de papel estraza que contenía algunas hierbas de olor: romero, tomillo, mejorana, salvia, yerbabuena y albahaca. Todos los aromas confundidos en ese trozo de papel café y que contenían un mar de sensaciones en torno a la imaginación que despertaba a raíz de esa confusión de aromas.
Como en cada visita, Rebeca y Nubia tomaron asiento en la sala, junto a la ventana, y presta como siempre serví a ambas una dulce taza de té (en realidad era canela hervida con unas gotas de leche y un trozo de jengibre, pero era su bebida favorita durante el invierno), acompañada de galletas de mantequilla con un toque de limón preparadas esa mañana.
Avanzada la plática (yo escuchaba atenta recostada sobre la alfombra), Nubia depositó en la mesita de té el trozo de papel y extendió las yerbas que contenía para nombrar cada una y explicar su uso, pero al llegar a la albahaca me miró sonriente y comenzó a contar su historia.
Al florecer, la albahaca extiende sus flores en una larga rama que intensifica su aroma, pero que es inútil para propósitos culinarios y si se deja crecer, la rama se seca inevitablemente. Esas flores, decía, son regalos de la naturaleza que deben tomarse en el momento para que la vida siga su curso.
Con el paso del tiempo, esa rama cargada de flores llegará a secarse y en sus capullos quedarán únicamente las semillas. Uno debería tomar esos capullos y frotarlos entre sus manos (qué aromas tan intensos se aferraban a las palmas una vez hecho esto) para atraer buenos deseos, conservar esas semillas y plantarlas nuevamente. Así se renueva el ciclo de la vida.
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