Era una mesa recluida en una esquina de un café, apenas iluminada, en un rincón donde las manos podían tocarse sin remordimiento. Mis manos eran un manojo de nervios, daba vueltas a uno de mis anillos (el más valioso para mí, ese que a pesar de ser una baratija me ha acompañado desde la infancia).
Había música, sí. Jazz, soul y un poco de blues. Era ya tiempos de invierno y la cantera del local no hacía más cálida la estancia. La espalda me dolía por la rigidez y el frío que se colaba a través de las prendas y el café no tenía el calor suficiente para aminorar esa sensación.
Miraba a uno y otro lado por si acaso le veía y luego retornaba mis ojos al cenicero que poco a poco iba acumulando las colillas de cigarro. Pedí un segundo café, un tercero y sus ojos no llegaban y en tanto mis manos continuaban tronándose los dedos y girando ese anillo que daría vueltas y vueltas mi vida aquella noche.
De cuando en cuando miraba a las parejas en las otras mesas, compartiendo regalos, sonrisas y miradas, las manos entrelazadas dándose calor unas a otras y yo, sentada en aquel rincón, esperando ansiosa por ver sus ojos aparecer en la puerta del local.
Pero nunca llegó. Terminé mi cajetilla de cigarros y mis cuatro tazas de café y mi sombra quedó anclada en aquel rincón por varios meses. Todos los días, a la misma hora, acudía para esperar sus ojos, con las manos temerosas de tocar el vacío que no se desvanecía y el anillo de mis dedos girando y girando también en espera de esos ojos.
Tiempo después lo supe. Sus ojos no miraban mis ojos ni mi corazón. Todo había sido un artificio que nunca llegó a convertirse en realidad. Hay quien no tiene la fuerza para abandonar su soledad, pero arrastra consigo al “otro” sin permitirle ingresar a ese mundo de sombras.
Han pasado ya cuarenta y tres calendarios desde entonces, desde la primera noche en que esperé en aquel lugar que hoy ya no existe. Desde entonces, desde aquella fecha en que mi cordura perdió toda estabilidad, comencé a escribir porque mi cuerpo no soportaba la presión de las palabras. Y me dejé vaciar en aquella mesa de aquel rincón por mucho tiempo, hasta que de mí solo quedó el eco entre mis venas.
Así transcurrió mi primera cita.
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