En la tradición judeocristiana, la Nochebuena corresponde a la noche previa a la Navidad. Es una fecha en la que, al menos en los países latinoamericanos, las familias se reúnen para compartir los alimentos y celebrar la venida del Mesías.
No es que yo tenga mucha experiencia sobre el tema, solo en dos ocasiones he tenido una Nochebuena y ambas fueron en los tiempos de Rebeca, pero no muy lejos de la ciudad donde vivíamos la Nochebuena no era muy diferente de otras noches ni había festejos en particular. Desde entonces conocí los contrastes en torno a esta festividad judeocristiana.
Hablaré de aquellas noches con Rebeca, cuyo recuerdo viene a mí especialmente en estas fechas porque ambas éramos la única familia para una y otra. La primera vez yo tendría a lo sumo ocho o nueve años. Le acompañé en la cocina durante casi todo el día para la preparación de la cena, que al final sería muy vasta y tendríamos que compartir con otros como yo que no teníamos hogar fijo.
En aquella ocasión el menú constó de un pavo relleno, puré de patatas con gravy, patatas al ajo gratinadas, salchichas ahumadas, coles de bruselas en salsa bechamel, ravioles a los cuatro quesos con tocino (para no extrañar la ascendencia italiana de Rebeca) y panecillos de espinaca con pesto y queso parmesano.
Mientras Rebeca ponía la mesa, yo salí a las calles en busca de quienes no tendrían con quién pasar esa noche. Una hora después, a la mesa nos sentamos doce personas a compartir los alimentos, doce desconocidos a quienes nos unía una fecha de tradición ajena a nuestro sistema de creencias, pero que nos permitía dar un contexto a esa noche en particular. Terminada la cena nos trasladamos a la sala, junto a la chimenea, cantamos canciones tradicionales, reímos y seguimos con nuestras vidas una vez llegada el alba.
La segunda ocasión la cena de Nochebuena consistió en una crema de nuez, un pollo asado con guarnición de zanahorias, ejotes y patatas y unos bisquetes salados con mantequilla a las hierbas finas. Esa vez únicamente estábamos Rebeca y yo, cerca del final de la guerra, cenando en silencio y de cuando en cuando tomando nuestras manos con una sonrisa a través de las velas.
Desde entonces he pasado la Nochebuena en el silencio de mi hogar, bebiendo y recordando lo que un día fue y ya no volvería a ser. Leía, bordaba, escuchaba los villancicos en la radio y llegada la medianoche dejaba lo que estuviera haciendo para meterme en cama. Así ha sido hasta la fecha, porque no tengo deseos de compartir una vida a la que no pertenezco.
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