En estos ojos míos anidan las arañas
para tejer –discretas– la mirada que me escribe,
en otro rostro,
con otro nombre,
bajo un cielo diferente.
La urdimbre espera,
se entreteje,
bifurca el entramado con los hilos del hubiera.
Entonces, la vida tejida en el umbral
–de la palabra–
cruzando la frontera de mis labios
y al borde se derrama cual espuma
necia,
terca,
pérfida,
sin voluntad para cuajar la espera.
Anidan las arañas en mi vientre,
–inútiles–
para surcirme madre.
Aquí, loca, al tiempo yo me enfrento,
a la sombra etérea del reflejo,
incapaz de prolongar la especie.
En mí habita la renuncia,
aquí dentro,
en un pubis-telaraña,
crisálida la noche roja
–de púrpura la estrella germinal.
Mis manos, quebradizas como el viento,
truenan,
crujen,
se desbocan
–tejido en mano–
mientras bordan un motivo diferente
–¡oh, palmas del destino!–
donde el alma, desnuda, se retuerce.
Soy la sombra recortada en el desierto,
un hálito de arena
–visible,
mutable,
efímera en la cuenta del reloj–
salobre la nostalgia gota a gota
que tiñe el entramado de misterio.
La vida se me agota
–irreversible–
en la hora difusa del crepúsculo,
un punto en que no cabe la certeza,
porque la duda acecha
mientras haya un rumor en el trayecto.
Por mil años me he quebrado en el peñasco
del por qué
–mas ¿cuándo?,
¿para qué?–
y la duda en el aire permanece;
ni respuesta,
ni pregunta:
la espina que carcome la certeza.
Por qué.
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