Nunca imaginé que el piso fuera tan inmenso hasta que miré de frente el horizonte y supe de la enormidad en la que estaba parada.
Lo recuerdo perfectamente (como dice aquella frase gastada de un viejo programa de televisión donde recreaban hechos de emergencias con actuaciones baratas). Era un atardecer en rojo, violento, como el rojo de los atardeceres en la guerra anunciando que sangre ha sido derramada.
Y recordé Bosnia y Herzegovina, las revueltas en Alemania, las muertes en Polonia y los ataques terroristas en Francia y Gran Bretaña. Pero esa vez solo se trataba de un cielo rojo y me encontré sola en la inmensidad de un páramo atestado de pastizales ya secos.
Pisaba la tierra y mis pies me conectaban con un piso en el que también se apoyaban los miles de millones de personas alrededor del mundo, simultáneamente, sin saberlo o tal vez conscientes de ello. Todos anclados al piso como una condena de la cual era imposible librarnos, incluso alzar el vuelo en un avión.
Pensé en los peces y tortugas y todos los seres habitando en el mar, también anclados a un piso líquido, como los barcos en los que viajamos (en los que alguna vez crucé el Atlántico para llegar a una nueva promesa de vida). Pensé en las aves y cómo su vuelo, por muy prolongado que fuera, en algún punto retornaba al piso que nos sostenía a todos con nuestra existencia.
Era un cielo rojo y el rojo penetró mis ojos hasta clavarse en la memoria. Era yo en su finitud clavada en la infinitud del mundo, clavada como una estaca al piso del cual sería imposible escapar e incluso cuando sucediera lo que ha de suceder (cuando suceda, de eso estoy segura) retornaré a ese suelo que pisé toda la vida.
Y por mucho mirar al cielo jamás cortaremos con ese vínculo que nos ata al suelo, a pesar de “perder el piso”.
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