Nunca he sido barista ni es mi
interés llegar a serlo. Disfruto la experiencia, más allá de quitarle el sabor
con tanta fanfarronería. Que otros se dediquen a alardear sobre sus diferentes
términos, tostados, granos, molidos y métodos de preparación. Yo seguiré
disfrutando mi primera taza de café a las cinco de la mañana, como he hecho
desde hace cincuenta años.
Mi
silencio tan íntimo a las cinco de la mañana no sería el mismo si no hubiera
estado acompañado de una taza de café recién preparado, bien cargado, entre
expreso y americano, que me ayude a abrir bien los ojos para comenzar un nuevo
día de experiencias.
He
olvidado los nombres de muchas de las marcas de café que he probado, a veces
por obsequio, a veces por probar una marca diferente. Ha habido ocasiones en
las que el medio kilo de café me cuesta un ojo de la cara y es basura, aunque
los baristas me quieran convencer de que es “el mejor café del mundo”.
Mi
paladar se ha acostumbrado a los sabores fuertes e intensos, amargos sobre
todo. A veces me ha dado por mezclar esos sabores con chocolate rayado, leche
evaporada o con té de canela y piloncillo (“café de olla”, le llaman en México)
para tener otro tipo de experiencias de sabor, todas a las cinco de la mañana,
mi hora del café en la que puedo saborear cada sorbo mientras escucho el pasar
del tren y el silencio de las calles.
Ha
habido momentos en mi vida marcados por alguna taza de café. Dos de ellos han
quedado impresos para la posteridad en mis historias ya publicadas: una taza de
café irlandés (no es más que un expreso cortado con crema de whisky) y dos
tazas de café americano olvidadas en la mesa de un café en una plaza pública.
Tuve
una época en la que cambié el café por té negro. Fueron trescientos sesenta y
cinco días de vivir con una venda en los ojos. La experiencia me regaló otro
tipo de historias, con emociones diferentes, aunque sigo valorando más aquellas
que surgieron de mi taza de café a las cinco de la mañana.
He
probado el café también a otras horas, sola o acompañada, pero prefiero tomar
alcohol durante el día y noche y reservar mi taza de café para las cinco de la
mañana. Quizás algunos lectores puedan entender esa sensación que me despierta.
No
soy quien para juzgar a quienes evitan el café en sus vidas “porque les quita
el sueño”. El buen café no quita el sueño y eso nada tiene que ver con su costo.
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