24 de junio de 2019

175. La cordura


Un día caes. Te obligas a levantarte. Y vuelves a caer. Y te vuelves a obligar a levantarte. No hay a qué aferrarse, pero algo te impidió permanecer en el suelo. Ese algo no tiene nombre. No tiene una presencia real, tangible.

         Y en silencio recoges tus fragmentos del escombro. Formas un nuevo “Yo”, con la sonrisa recortada, quizás con algunas partes omitidas porque se han perdido en la batalla. ¿Qué te mueve en cada ocasión?
         Aún no estoy lista para enfrentar “las horas”. Cada cierto tiempo se abre ante mí un umbral que me atemoriza. Es una sensación de vértigo, semejante a esas ocasiones en las que miras al vacío y este te atrapa con su fuerza.
         “Ella” lleva días peinando mi cabello en silencio. A veces musita alguna frase que se pierde entre las voces de mi cabeza. No la comprendo, aunque sus ojos son tan expresivos que me doy una idea de lo que dice.
         No estamos preparadas para lo que viene y, sin embargo, “Ella” intenta brindarme un consuelo que no llega a consumarse. Peina mi cabello con paciencia, como si en cualquier momento se dispusiera a tejer una trenza imaginaria para amarrar todo esto que martillea en mi cabeza al eco de “no eres suficiente”.
         Vivir bajo estas circunstancias es un choque de emociones que se contradicen. Si me preguntaran qué quiero, no sabría responder. Pero diría que en este momento me incomodan el contacto físico, las palabras de aliento sacadas de un libro de superación personal, el bombardeo de información de todo tipo ante mis ojos, incluso las miradas innecesarias hundidas en el morbo.
         Yo soy esto, aquí, debajo, lo que late entre los nervios que me cubren. Soy esta mente compleja que se resiste a una recaída. Y, sin embargo, lucho en soledad contra algo que no entiendo y “Ella” sigue peinando mis cabellos mientras devoro los segundos con mis ansias.
         “Ella” tal vez no tiene nombre. Me mira cada mañana desde el espejo sin señalar con dedo inquisidor estas ojeras, el vacío en la mirada, mi dramática anatomía de muerte, el rostro más abyecto y más terrible cada día. Si pudiera, saldría del espejo para seguir peinando mis cabellos.
         Una vez pensé que el monstruo era “Ella”. El monstruo habita en mí, en este recipiente llamado cuerpo. Y cada día es una batalla contra esa voz que me espeta “no eres suficiente”. No lo soy. Tal vez nunca llegue a serlo.
         “Ella” y yo nos miramos las cicatrices para recordarnos que aún hay mucho por delante. Uno habita en los objetos cotidianos y en cada pieza nos dejamos parte de la vida. Hoy decido abandonar mi rostro en la esencia de las cosas.

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