Un día caes. Te obligas a
levantarte. Y vuelves a caer. Y te vuelves a obligar a levantarte. No hay a qué
aferrarse, pero algo te impidió permanecer en el suelo. Ese algo no tiene
nombre. No tiene una presencia real, tangible.
Y
en silencio recoges tus fragmentos del escombro. Formas un nuevo “Yo”, con la
sonrisa recortada, quizás con algunas partes omitidas porque se han perdido en
la batalla. ¿Qué te mueve en cada ocasión?
Aún
no estoy lista para enfrentar “las horas”. Cada cierto tiempo se abre ante mí
un umbral que me atemoriza. Es una sensación de vértigo, semejante a esas
ocasiones en las que miras al vacío y este te atrapa con su fuerza.
“Ella”
lleva días peinando mi cabello en silencio. A veces musita alguna frase que se
pierde entre las voces de mi cabeza. No la comprendo, aunque sus ojos son tan
expresivos que me doy una idea de lo que dice.
No
estamos preparadas para lo que viene y, sin embargo, “Ella” intenta brindarme
un consuelo que no llega a consumarse. Peina mi cabello con paciencia, como si
en cualquier momento se dispusiera a tejer una trenza imaginaria para amarrar
todo esto que martillea en mi cabeza al eco de “no eres suficiente”.
Vivir
bajo estas circunstancias es un choque de emociones que se contradicen. Si me
preguntaran qué quiero, no sabría responder. Pero diría que en este momento me
incomodan el contacto físico, las palabras de aliento sacadas de un libro de
superación personal, el bombardeo de información de todo tipo ante mis ojos,
incluso las miradas innecesarias hundidas en el morbo.
Yo
soy esto, aquí, debajo, lo que late entre los nervios que me cubren. Soy esta
mente compleja que se resiste a una recaída. Y, sin embargo, lucho en soledad
contra algo que no entiendo y “Ella” sigue peinando mis cabellos mientras
devoro los segundos con mis ansias.
“Ella”
tal vez no tiene nombre. Me mira cada mañana desde el espejo sin señalar con
dedo inquisidor estas ojeras, el vacío en la mirada, mi dramática anatomía de
muerte, el rostro más abyecto y más terrible cada día. Si pudiera, saldría del
espejo para seguir peinando mis cabellos.
Una
vez pensé que el monstruo era “Ella”. El monstruo habita en mí, en este
recipiente llamado cuerpo. Y cada día es una batalla contra esa voz que me
espeta “no eres suficiente”. No lo soy. Tal vez nunca llegue a serlo.
“Ella”
y yo nos miramos las cicatrices para recordarnos que aún hay mucho por delante.
Uno habita en los objetos cotidianos y en cada pieza nos dejamos parte de la
vida. Hoy decido abandonar mi rostro en la esencia de las cosas.
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