Esa noche cambió mi vida y me
marcó desde entonces. Habíamos reído demasiado esa noche y jamás supimos si fue
la risa el origen del infortunio. Solo alcanzamos a escuchar que el molino
ardía en llamas y debíamos salir de casa. La luna se alzaba sobre nuestra
tragedia solo para contemplar el molino reducido a cenizas y el fuego que se
extendía hasta nuestra casa.
Nada
quedó. Ni una fotografía. Crecí con la imagen de ese molino en un antes y un
después. A temprana hora, cuando apenas despuntaba el alba, llegaba con mi
cubeta de aluminio llena de granos de trigo y me formaba junto a varias decenas
de niñas y adolescentes también con sus cubetas para moler el grano en el
molino.
Ya
nos era familiar la imagen de “Ponchito”, el burro que hacía posible la
molienda de trigo en el molino, a temprana hora dando vueltas con sus ojos
color de nube que también se esfumaron aquella noche en la que las lenguas de
fuego lo consumieron todo.
Ojalá
hubiera vivido en otro tiempo, con otras herramientas menos flamables. Si la
molienda hubiera sido en un nixtamal y en lugar de trigo hubiera sido maíz,
quizá nunca hubiera tenido esa experiencia que me marcara la vida. Pero vi las
llamas, vi el fuego elevarse hacia la noche intentando alcanzar las dimensiones
de la lunes que se alzaba sobre nosotros como fiel testigo de la tragedia.
Hoy
nadie queda vivo que haya visto esa experiencia. Nadie más que yo recuerda ese
molino que rugía en llamas aquella noche que marcó mi vida. Apenas unos días
antes yo había recibido un obsequio, de los primeros en mi vida: una muñeca con
su vestido amarillo bordado, la carita pintada con chapitas rojas y unos ojos
azules, sus rizos marrones con cabellos naturales, un delantal con girasoles
bordados.
La
muñeca murió entre las llamas. Apenas la pude acariciar. La noche en que todo
ocurrió nadie pudo tomar sus posesiones más valiosas. Salimos a la carrera,
casi desnudos, para quedar en la calle en nuestras miserias contemplando cómo
se nos iba la vida entre las llamas. Nunca tuve nada y la primera vez que
ocurrió, el destino (la vida) me lo arrebató.
Mi
corazón se hizo duro, de piedra, como las manos de los molcajetes. Me negué a
poseer. Me deshice en pertenencias y viví al día, tuviera o no garantizado el
día. La ilusión de vivir, de existir, se esfumó de estos ojos color de nube. No
habría más felicidad en mi mirada porque la primera y única felicidad había
perecido en ese molino envuelto en llamas.
La
vida, finalmente, es una especie de molino: uno lleva sus sueños para
convertirlos en algo más, pero en el proceso uno tiene que aplastar sus sueños
para dar forma a nuevos sueños, aunque siempre existe la posibilidad de que el
molino termine consumido por las llamas y, con él, también mueran nuestros
propios sueños.
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