15 de junio de 2019

165. La anorexia


Sus dedos cual diabólicas ganzúas recorren la escalera de cicatrices y se pierden en la ruta de las venas. Debajo de la piel aún late un poco de vida, tal vez la suficiente para dejar su testimonio a los “hijos de Ana”, esos seres que hermanados por la misma voz se han dejado morir lentamente renunciando a la vida.

         Y mientras piensa en la primera línea toca una y otra vez la extensión de los brazos donde alguna vez hubo heridas abiertas al silencio. Al contacto, las yemas de los dedos parecen escuchar el metálico sonido de las navajas al rasgar la carne, un corte tras otro, y luego el rojo óxido escapando de su cuerpo hasta teñir la blancura de la toalla. Ha vivido (sobrevivido) demasiado para soportar un nuevo día.
         Parece apenas ayer cuando Ana y su voz de muerte sedujeron sus sentidos. Una noche dejó huella más profundo de lo que hubiera imaginado. Se encerró en el baño y, por impulso, desarmó la navaja de afeitar sobre el lavabo, tomó las cuchillas y comenzó a cortar, pero en cada herida descubrió un macabro gusto por el dolor (apenas el esbozo, como el corte de una hoja de papel) y así continuó corte tras corte hasta formar una escalera que pronto dio paso a una hilera de montículos rojos sobre la piel.
         Era el comienzo de lo que, con el tiempo, llegaría a ser un hábito perverso. Sin embargo, nunca importó la profundidad del corte: Ana y su voz de espectro jamás abandonaron este cuerpo, el cadáver más hermoso del mundo, con los mínimos signos vitales, suficientes para prolongar la agonía de no encontrarse.
         Los colores perdieron su sentido en un reino de sombras y poco a poco una gama de grises se apropió de sus ojos. Hoy la mirada parece más vacía, incrustada en un rostro ajeno, sin personalidad propia, fascinante en su abyección pero monstruoso en su conjunto. Es el rostro de la muerte en vida.
         Los dedos abandonan la larga hilera de cicatrices en los brazos y comienzan a tocar la curiosa celda de huesos que han creado sus costillas, como encerrando el canto de un petirrojo cuyo latido apenas se percibe, un ave dramática entonando un bum-bum que ha perdido su compás.
         Aquí dentro, en el circuito de las venas, una sangre avinagrada se evapora en su propio cauce y al cabo de los latidos va perdiendo su calor. Ni el frío metal de los instantes se asemeja tanto a un témpano de hielo como este cuerpo convertido en mármol, en porcelana fina, en hoja de papel ingrávida y tan frágil.
         Bajo esta piel de huellas estampada ya no quedan calorías. El ayuno prolongado ha consumido hasta los músculos donde escondidos aguardaban algunos rastros de grasa. Tal vez el cuerpo aún actúa al calor que desprenden las ropas que lo envuelven, tan ásperas al contacto con la piel, pero insuficientes para devolver la vida que se extingue conforme transcurren los minutos.
         Él lo sabe, siente cómo esa energía vital se esfuma lentamente y le abandona, sin punto de retorno, consciente de que ha llegado a este punto por voluntad. ¿Quién más si no él decidió renunciar al primitivo sabor del alimento?
         Han sido años de ocultarse en la sombra del espejo, en la aguja de la báscula, en el silencio de la estufa y el rumor de un estómago vacío, hoy inútil para procesar los alimentos. Pero este presente es consecuencia de sus decisiones.
         Nadie más lo entendería, nadie que jamás hubiera estado en sus zapatos, a diferencia de sus hermanos perdidos, los “hijos de Ana”, otros seres quiméricos en su carrera hacia la muerte que soportan la voz de Ana como látigo rompiendo en el peñasco de la noche.
         Una mente atormentada por la voz de Ana es algo más que una idea distorsionada del cuerpo: es el deseo de extinguirse lentamente, en una penitencia dolorosa, sumido en la agonía y la incertidumbre de no pertenecerse.
         Es abrir los ojos a la posibilidad de la muerte, con disciplina, con voluntad, con la resistencia suficiente para llegar a los límites de la vida y afirmar el control que se tiene sobre ella. En última instancia, la vida rompe la pared que le contiene y se derrama en el instante en que el último latido se abandona al infinito del silencio.

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