Sus dedos cual diabólicas ganzúas
recorren la escalera de cicatrices y se pierden en la ruta de las venas. Debajo
de la piel aún late un poco de vida, tal vez la suficiente para dejar su
testimonio a los “hijos de Ana”, esos seres que hermanados por la misma voz se
han dejado morir lentamente renunciando a la vida.
Y
mientras piensa en la primera línea toca una y otra vez la extensión de los
brazos donde alguna vez hubo heridas abiertas al silencio. Al contacto, las yemas
de los dedos parecen escuchar el metálico sonido de las navajas al rasgar la
carne, un corte tras otro, y luego el rojo óxido escapando de su cuerpo hasta
teñir la blancura de la toalla. Ha vivido (sobrevivido) demasiado para soportar
un nuevo día.
Parece
apenas ayer cuando Ana y su voz de muerte sedujeron sus sentidos. Una noche
dejó huella más profundo de lo que hubiera imaginado. Se encerró en el baño y,
por impulso, desarmó la navaja de afeitar sobre el lavabo, tomó las cuchillas y
comenzó a cortar, pero en cada herida descubrió un macabro gusto por el dolor
(apenas el esbozo, como el corte de una hoja de papel) y así continuó corte
tras corte hasta formar una escalera que pronto dio paso a una hilera de montículos
rojos sobre la piel.
Era
el comienzo de lo que, con el tiempo, llegaría a ser un hábito perverso. Sin
embargo, nunca importó la profundidad del corte: Ana y su voz de espectro jamás
abandonaron este cuerpo, el cadáver más hermoso del mundo, con los mínimos
signos vitales, suficientes para prolongar la agonía de no encontrarse.
Los
colores perdieron su sentido en un reino de sombras y poco a poco una gama de
grises se apropió de sus ojos. Hoy la mirada parece más vacía, incrustada en un
rostro ajeno, sin personalidad propia, fascinante en su abyección pero
monstruoso en su conjunto. Es el rostro de la muerte en vida.
Los
dedos abandonan la larga hilera de cicatrices en los brazos y comienzan a tocar
la curiosa celda de huesos que han creado sus costillas, como encerrando el
canto de un petirrojo cuyo latido apenas se percibe, un ave dramática entonando
un bum-bum que ha perdido su compás.
Aquí
dentro, en el circuito de las venas, una sangre avinagrada se evapora en su
propio cauce y al cabo de los latidos va perdiendo su calor. Ni el frío metal
de los instantes se asemeja tanto a un témpano de hielo como este cuerpo
convertido en mármol, en porcelana fina, en hoja de papel ingrávida y tan
frágil.
Bajo
esta piel de huellas estampada ya no quedan calorías. El ayuno prolongado ha
consumido hasta los músculos donde escondidos aguardaban algunos rastros de
grasa. Tal vez el cuerpo aún actúa al calor que desprenden las ropas que lo
envuelven, tan ásperas al contacto con la piel, pero insuficientes para
devolver la vida que se extingue conforme transcurren los minutos.
Él
lo sabe, siente cómo esa energía vital se esfuma lentamente y le abandona, sin
punto de retorno, consciente de que ha llegado a este punto por voluntad.
¿Quién más si no él decidió renunciar al primitivo sabor del alimento?
Han
sido años de ocultarse en la sombra del espejo, en la aguja de la báscula, en
el silencio de la estufa y el rumor de un estómago vacío, hoy inútil para
procesar los alimentos. Pero este presente es consecuencia de sus decisiones.
Nadie
más lo entendería, nadie que jamás hubiera estado en sus zapatos, a diferencia
de sus hermanos perdidos, los “hijos de Ana”, otros seres quiméricos en su
carrera hacia la muerte que soportan la voz de Ana como látigo rompiendo en el
peñasco de la noche.
Una
mente atormentada por la voz de Ana es algo más que una idea distorsionada del
cuerpo: es el deseo de extinguirse lentamente, en una penitencia dolorosa,
sumido en la agonía y la incertidumbre de no pertenecerse.
Es
abrir los ojos a la posibilidad de la muerte, con disciplina, con voluntad, con
la resistencia suficiente para llegar a los límites de la vida y afirmar el
control que se tiene sobre ella. En última instancia, la vida rompe la pared que
le contiene y se derrama en el instante en que el último latido se abandona al
infinito del silencio.
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