No era bella, lo que se dice
hermosa, ¿para qué fingir? Un poco vanidosa, hay que decirlo. Mis labios teñía
de granada, de rojo bermellón la punta de los dedos. Abrí mi blusa debajo del
pudor, modesta falda (tres dedos sobre la rodilla); los párpados cerrados a la
entrega del color.
La
piel de barro, morena firme; sonrisa de coral; la lengua de frescura, más
húmeda que el agua, y el pecho de colmena abierto a otro zumbar en boca ajena.
Fui
coqueta en los kilómetros de piel, en la ligereza de mi andar, en el vaivén
arcaico de mis ansias.
Quizás
amé, lo que se dice “amar”, con todo el corazón en trizas. Y cada triza curó la
herida, abierta al goce de las agonías.
Amar
lo que se dice amar tal vez lo fue o tal vez no. Si pudiera definirlo, no
podría. Habría que adjetivarlo con palabras chocantes a los premios literarios.
¿Situacional? Circunstancial, quizá.
Ni
Bukowski, ni Oscar Wilde ni la Beauvoir. Carnal, un poco; espiritual, no sé; freudiano,
al fin y al cabo, sin pulsiones reprimidas.
Pero
me río de mí, de la loca en
sobriedad, la que no conoce a Dios rechinando en los goznes de la cama; la que
tuvo escondida una palabra en los pliegues de la más bella sonrisa (vertical la
cornisa de alabastro) que al final cederá con el dolor de encía en las horas
más sobrias de la vida.
Fue
de viento mi palabra arcaica, de viejo roble quemado en el hogar, una triste
llamarada, inútil en mi intento de alumbrar. Tal vez la juventud (efímera
silueta, vigor anclado en breve trecho) soñaba tanto con volar que huí de mí, de
lo que soy, de la sombra recortada en la vejez y me aferré a la novedad.
En
el silencio, abrí mi cuerpo a la gracia de la noche, eterna, amante, soñadora, de
yegua mi silueta andante, la piel mojada en la batalla (el duro testimonio de
la cama) con surcos arados por el beso.
Fui
mujer, la lluvia derramada en un pubis-telaraña; fui la yunta y el campo a
germinar, la rosa abierta a la frescura, la fruta que madura al alba. Pero
tanto volar cansa y el verano cede el paso a la primera cana.
Porque
con “ser” no basta, hay que llegar a “ser” (¿qué “ser”?) en la aventura de
estar viva, con voluntad, suficiente para jubilarse y pagar las facturas del
entierro. Que el impuesto no amaine la sonrisa, que el trabajo lo vence todo; así
dicen, lo juran testamentos arrancados de la boca del cacique.
Y
uno aprende a escatimar centavos, regatea la felicidad (gratuita) con
frecuencia inadvertida en la rutina. Mirar el cielo al ras del suelo, ansiar la
estrella convertida en alba, abarcar el universo en un segundo; todo belleza, oculta
a los ojos del sistema.
Mi
corazón, producto interno bruto; estas manos mías, el alza en la industria de
la tierra; el hijo no parido, las letras ya aprendidas, el sueño errado en
vocación; todo es una estadística donde no entra mi silencio. Y, sin embargo,
se mide la tristeza con dos de cada tres, el hambre en seis de cada diez, el
frío abismo de orfandad, los años recorridos, la carne trémula dispuesta en el
altar.
Así
pues, ¿qué es la vida más que un número? Porque a mi muerte seré la suma de las
muertes; perderé mi rostro, mi propio nombre, la experiencia guardada en estos
ojos; mi cuerpo, un ave de ceniza; mi lengua, grafía que se lleva el viento; el
“Yo”, un “otro” convertido en “esto”; mi sombra, un ente que no aporta al
desarrollo.
Porque
al final de todo solo me queda el horizonte.
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