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Difiero de la definición que
ofrece el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española en torno al
aquelarre: “Junta o reunión nocturna de brujos y brujas, con la supuesta
intervención del demonio ordinariamente en figura de macho cabrío, para sus
prácticas mágicas o supersticiosas”.
El
aquelarre es, en esencia, un matriarcado, una comuna bajo otra forma de
organización que se rige por reglas diferentes al patriarcado y aunque la
palabra ha estado asociada más a una reunión de desenfreno entre mujeres, se
trata de una colectividad que reúne la esencia de la feminidad y su sabiduría,
aquella que se distingue de la masculinidad.
Pero
los hombres seguirán siendo hombres y difícilmente entenderán más allá de sus
propios límites. Toda aquella manifestación de feminidad, si no es para consumo
del varón, es algo que merece ser condenado, descalificado y tergiversado hasta
desvirtuar su esencia.
Recuerdo
haber visto hace unos años el filme “The Witch”, de Robert Eggers, cuya escena
final muestra un “aquelarre” en una especie de reunión de brujas que se
presentan desnudas en mitad del bosque, rodeando una hoguera, para después
ascender hacia la luna.
Tomar
la escena como algo literal sería muy pobre de imaginación y entendimiento. Tal
muestra de un aquelarre es la alegoría de una convención de mujeres que se
reúnen para explorar su feminidad y “trascenderla”, como una elevación del
espíritu a través del conocimiento en torno a la feminidad. Por algo la luna ha
estado más vinculada en sus significados con la figura de la mujer.
Un
aquelarre visto desde el prejuicio solo se entiende como una orgía carnavalesca
donde incluso figuraría la zoofilia a través de la figura del macho cabrío como
representación del demonio. Diría que es ver las sombras de algo que ocurre
fuera de la caverna platónica: solo una proyección e interpretación de lo
conocido, atribuyendo un prejuicio ante lo desconocido.
Alguna
vez en mi juventud pertenecí a un aquelarre y participé activamente en el
estudio de esa feminidad que escapa al entendimiento del hombre. Bestia, bruja,
rebelde feminista, intento de ser hombre, fueron solo algunos de los
calificativos que me fueron atribuidos en mi afán por entender. ¿Qué logré
después de eso?
Ermitaña
por vivir así, sola, alejada de las relaciones sociales, tal vez sumergida en
el movimiento caótico de la urbe, pero sin intención de interactuar con “los
otros”. El grado mayor de trascendencia sobre la feminidad es aprender a
convivir consigo misma, fuera de la comuna. No soy alma errante: con el tiempo
aborreces la existencia.
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