Debajo de los puentes de las
grandes urbes uno aún puede encontrar esas muestras de deshumanización que
retratan la peor indigencia, la peor pobreza, el peor abandono de una persona.
Y no es una situación exclusiva del siglo XXI, ha sido una constante a lo largo
de los siglos, aunque en diferentes sitios donde se recluyen los marginados.
Lo
viví un tiempo, a la muerte de Rebeca, en periodos de guerra donde la escasez y
la violencia marcaron los peores años del siglo XXI. Viví en la calle, debajo
de los puentes, en los umbrales de las grandes casas que me podían brindar un
refugio temporal frente a la lluvia. Lo viví de una forma cruda y me convirtió
en lo que he sido desde entonces: una Ofelia con el corazón masticado por las
bestias.
Pero
hay una diferencia muy grande entre vivir en la inopia y en la indigencia. Hay
personalidades que a pesar de tener los medios y los recursos para garantizarse
un mayor bienestar, cubriendo más allá de los satisfactores básicos para
cualquier ser humano, deciden llevar una vida de austeridad que a veces raya en
la indigencia.
¿Tacañería?
Puede ser. Hay quienes miden y pesan cada gramo de azúcar que le ponen a su
taza de té e incluso cuentan los centavos para pagar cualquier artículo de
oferta, a pesar de llevar dinero suficiente para comprar el artículo más caro
en el aparador.
Sin
embargo, hay otro tipo de indigencia que muestra la deshumanización de estos
tiempos. Hay ciudades que en cada calle encuentras gente que pide limosna para
sobrevivir al día y uno desconoce sus historias, episodios que se sumergen en
el mar de indigentes (reales o aparentes) que extienden su mano y con voz
lastimera piden alguna moneda.
Los
hay falsos, aquellos que utilizan sus peores prendas y omiten el aseo diario
para acentuar su indigencia, pero regularmente obtienen más recursos de esta
actividad (y en menor tiempo) que si trabajaran de manera honesta, pagando
impuestos, con un horario regular en alguna empresa.
Gracias
a ellos hoy nos es difícil distinguir a quienes realmente necesitan ayuda,
aquellos para quienes una moneda haría la diferencia entre un alimento o pasar
otro día apretando el cinturón, sin siquiera llevarse una gota de agua a la
boca para aplacar la sed.
Vivir
en la inopia en las grandes urbes también puede compararse con el sufrimiento
de la pobreza en los países tercermundistas, donde buena parte de la población
no tiene garantizado el alimento, uno de los principales satisfactores básicos
y sin el cual no se puede acceder a otros satisfactores para mejorar la calidad
de vida.
Cada
vez que pensemos en la pobreza, advirtamos la posición de privilegio de la que
gozamos, al menos por tener un alimento al día.
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