En mis tiempos de tierna infancia
viví algunas temporadas en Polonia, no en la gran urbe, sino en los suburbios,
antes de la gran guerra, cuando eran comunes las escenas campestres de cosechar
los frutos del otoño.
Durante
aquellos años me grabé muy profundo una escena que difícilmente olvidaré y que
incluso se grabó aún más profundo ante ciertos acontecimientos que viví en mi
juventud: una muerte violenta e inesperada.
Me
recuerdo caminando con mi cabello trenzado y mi vestido color verde seco, con
un delantal de manta bordado con flores color perla, crema y paja. Era un
mediodía nublado, un día de colores quebrados en una paleta que se repetía en
las cientos de hectáreas a mi alrededor. De cuando en cuando emergía alguna
silueta con alguna tela blanca para cubrir el cabello y se volvía a esconder en
el mar de color paja.
Seguía
la constante recomendación de Rebeca para silbar en mis caminatas, por si acaso
algún despistado no me viera entre los cultivos. Y silbaba mientras miraba las
espigas de trigo, cebada y centeno a mi alrededor, las tocaba con mis manos y
gustaba de la sensación a cada paso, aunque fuera de mí y del sonido del viento
mover los campos color paja y dorado, nada más se escuchaba.
Fueron
varios días así, varias temporadas, hasta que en una ocasión un grito rompió el
silencio del día y me detuve en seco. A mi derecha, un pequeño de apenas tres
años yacía decapitado entre las espigas, bañado en sangre, la cabeza a unos
pasos de su cuerpo y una vieja campesina con los ojos bien abiertos, impactada,
en shock, sosteniendo una guadaña afilada con la que segaba el trigo y sus
doradas espigas.
Ignoro
si es casualidad que algunas representaciones de la Muerte la imaginen
acompañada de una guadaña, con su larga cuchilla, curva, puntiaguda, sujeta a
un mango a cual más de variado sostenido por una de sus manos huesudas.
No
era la primera ocasión que veía la muerte de cerca, pero sí era la primera que
me había impactado. Los días siguientes (años después incluso) mis sueños
siempre terminaban con la imagen de una guadaña y un grito que rompía el
silencio del inconsciente.
No
olvidé, pero trascendí el “trauma” una vez que me enfrenté a la muerte de
manera diferente: yo era la homicida.
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