La maternidad debería ser una
elección, no una imposición, y sin embargo se establecen fechas especiales para
conmemorar a las madres alrededor del mundo, como una manera de perpetuar un
sistema que considera a la mujer un objeto funcional, útil a determinados propósitos
que ellas no determinan.
Tal
vez por eso siempre me negué a la maternidad. ¿Por qué ser una máquina de
parto? Así pensé, entonces, aún con agua corriendo en el caudal. Mujer salvaje
me dijeron, bestia, bruja, rebelde feminista, fallido intento de “ser hombre”.
Y
me callé, pero el que calla no siempre otorga. Con la lengua sumida en la
garganta convertí mi rebozo en carrillera y estos pechos -hoy de invierno- se
volvieron potentes escopetas.
Las
piernas, como yeguas indomables, me llevaron a los ojos de la noche y huí de
mí, de la silueta madre; huí de los sudores en el catre, del “para siempre” y
el contrato respectivo; huí de mi sombra en el comal, de mi espalda molida en
nixtamal.
En
la carrera me dejé la vida y me arranqué el rostro, abandoné mi nombre, abrí mi
cuerpo a la oquedad del goce. Al final yo era el alba y no la noche.
Porque
se nace esclava, prisionera en un cuerpo de mujer, condenada a repetir mil
veces: “que sea tu voluntad y no la mía”. Y, sin embargo, soy (fui, seré) la
silueta recortada con mis ansias, propietaria de una piel de arcilla: moldeable,
caprichosa, quebradiza, irreverente por abrir la boca.
Y
aunque vi mi sendero de batallas (entonces, con la vida atascada en la
garganta) me decidí a ser (¿qué ser?) y vine al mundo en escombros de palabras.
Hablé de mí, de la sombra en el espejo, de esa loca solterona, de la trenza
deshecha en el andar y la espera tejida en el umbral.
Hablé
de la renuncia (a ser, a estar, a envejecer), de la condena (de ser, de estar,
de envejecer) y aunque tuve coraza de amazona por dentro yo era incertidumbre. Ya
era sombra desde antes de nacer, la luna lo decía, como augurio de bruja. Y en
un grito vine al mundo.
No
era mío: eran los huesos de mi madre, quebrantados, hechos polvo en un río de
sangre. Entonces “no”, mucho antes que el silencio, se volvió mi palabra
favorita. Renuncié a la niña dentro, la que ansiaba de trapo su muñeca, quien
jugaba en el brasero de latón y bordaba en los campos de barbecho el pespunte
en costales de manzanas, desgranada tierna infancia entre las huertas invadida
por el sorgo, aquí dentro, donde hoy se retuerce el entramado.
La
cama, como el trigo, se bañó con la tierra entre mis manos. Polvo eres y en
barro te convertirás. Y me quebré por dentro: no más piernas abiertas a la
gracia, no más pechos derramando miel, no más huesos ni piel ni ojos arcaicos. Me
recorté la sombra de granada con la ilusión de ser (algo, nada, cualquier cosa)
diferente a la mujer-silueta.
Aquí
dentro acumulé semillas, tantas, suficientes para un ciclo de cultivo. Pero me
dije “no” y renuncié a ser granero.
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