27 de mayo de 2019

147. El trayecto


¿Alguna vez he contado por qué mi afición a subirme a los camiones cuando viajo a algún lugar, aunque tenga la posibilidad de pagar por otro medio de transporte más cómodo y rápido? Si no lo he hecho, aquí tampoco lo haré.

         Les contaré de mi viaje, que usualmente es el mismo cada día de todos los días en el calendario (hay excepciones, pero son contadas). Aguardo casi siempre a la misma hora en el mismo punto a que pase un autobús (la ventaja de vivir en un cruce de vías rápidas me da la facilidad de elegir cuál autobús tomar).
         A veces mientras espero el autobús observo de reojo a otros usuarios que también esperan. Miro sus rostros y me pregunto qué historias oculta su expresión. Misma pregunta que me hago con los rostros y nucas que miro cuando viajo en el autobús.
         Se trata de un viaje breve, un trayecto de apenas veinte minutos, quizá más, dependiendo del día, la hora y las circunstancias (a veces me he topado con cierre de calles, manifestaciones, accidentes, eventos deportivos). Y aunque el chofer ponga a todo volumen los éxitos más agropecuarios del momento, la gente que viaja en el autobús (la mayoría) parece abstraída del trayecto, como si pensara únicamente en el destino.
         Pero aquí vamos: los ya conocidos edificios que ofrecen múltiples servicios, las oficinas de gobierno (las principales en ser tomadas cuando ocurre alguna manifestación, lo que implica un retraso en el viaje cuando hay bloqueo de calles), los restaurantes y cafés, las televisoras, los grandes condominios y las modestas casas clasemedieras (si es que esa clase social aún existe), las plazas, callejones y andadores, las grandes murallas y el verdor de los parques y jardines.
         Transito cada día con este escenario cuando miro por la ventanilla (por eso prefiero viajar junto a la ventanilla, para admirar los cambios apenas perceptibles en la ciudad en la que habito) y admiro el estrés, el cansancio, la algarabía o el vacío en los rostros de la gente mientras todos escuchamos la efusividad de “Ramito de violetas” y el rugir del motor acompañado del clutch que se esfuerza por cumplir las órdenes de un conductor necio que no sabe de cultura vial y más parece como si trajera ganado que usuarios de transporte público.
         No me quejo. Es parte de la experiencia del trayecto, una viaje donde veo muchos rostros (la mayoría desconocidos), que me permite analizar y comprender mejor la naturaleza humana, desde los pequeños actos de bondad y cortesía, hasta las experiencias negativas que llegan a afectar a otros usuarios.
         La vida es algo similar. Muchos viven concentrados en el destino y se olvidan de disfrutar del trayecto, por muchas experiencias negativas que se les presenten. Olvidan mirar por la ventana para ver que el mundo cambia en las pequeñas cosas que nos negamos a ver por esa ceguera de mantener la vista fija en el destino (que también es importante, porque podríamos desviar la ruta y alejarnos del destino).
         He tomado el mismo trayecto por muchos años, a diferentes horas, y solo en una ocasión he vivido una experiencia que podría llamar memorable. Me encontraba en la misma estación de siempre. Serían si acaso las seis de la mañana. La escasa iluminación apenas me permitía ver la estación. Y entonces llegó la epifanía: sola, en medio del cruce de vialidades; sola en la estación, ni un vehículo a la vista, ni siquiera el rumor de una brisa de madrugada. Era el silencio que se apoderó de mí por escasos segundos y me llenó de un terror que no podría alcanzar a describir con palabras. Pero el silencio se rompió con el motor del primer autobús en la jornada. Desde entonces jamás fui la misma.

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