¿Alguna vez he contado por qué mi
afición a subirme a los camiones cuando viajo a algún lugar, aunque tenga la
posibilidad de pagar por otro medio de transporte más cómodo y rápido? Si no lo
he hecho, aquí tampoco lo haré.
Les
contaré de mi viaje, que usualmente es el mismo cada día de todos los días en
el calendario (hay excepciones, pero son contadas). Aguardo casi siempre a la
misma hora en el mismo punto a que pase un autobús (la ventaja de vivir en un
cruce de vías rápidas me da la facilidad de elegir cuál autobús tomar).
A
veces mientras espero el autobús observo de reojo a otros usuarios que también
esperan. Miro sus rostros y me pregunto qué historias oculta su expresión.
Misma pregunta que me hago con los rostros y nucas que miro cuando viajo en el
autobús.
Se
trata de un viaje breve, un trayecto de apenas veinte minutos, quizá más,
dependiendo del día, la hora y las circunstancias (a veces me he topado con
cierre de calles, manifestaciones, accidentes, eventos deportivos). Y aunque el
chofer ponga a todo volumen los éxitos más agropecuarios del momento, la gente
que viaja en el autobús (la mayoría) parece abstraída del trayecto, como si
pensara únicamente en el destino.
Pero
aquí vamos: los ya conocidos edificios que ofrecen múltiples servicios, las
oficinas de gobierno (las principales en ser tomadas cuando ocurre alguna
manifestación, lo que implica un retraso en el viaje cuando hay bloqueo de
calles), los restaurantes y cafés, las televisoras, los grandes condominios y
las modestas casas clasemedieras (si es que esa clase social aún existe), las
plazas, callejones y andadores, las grandes murallas y el verdor de los parques
y jardines.
Transito
cada día con este escenario cuando miro por la ventanilla (por eso prefiero
viajar junto a la ventanilla, para admirar los cambios apenas perceptibles en
la ciudad en la que habito) y admiro el estrés, el cansancio, la algarabía o el
vacío en los rostros de la gente mientras todos escuchamos la efusividad de
“Ramito de violetas” y el rugir del motor acompañado del clutch que se esfuerza
por cumplir las órdenes de un conductor necio que no sabe de cultura vial y más
parece como si trajera ganado que usuarios de transporte público.
No
me quejo. Es parte de la experiencia del trayecto, una viaje donde veo muchos
rostros (la mayoría desconocidos), que me permite analizar y comprender mejor
la naturaleza humana, desde los pequeños actos de bondad y cortesía, hasta las
experiencias negativas que llegan a afectar a otros usuarios.
La
vida es algo similar. Muchos viven concentrados en el destino y se olvidan de
disfrutar del trayecto, por muchas experiencias negativas que se les presenten.
Olvidan mirar por la ventana para ver que el mundo cambia en las pequeñas cosas
que nos negamos a ver por esa ceguera de mantener la vista fija en el destino
(que también es importante, porque podríamos desviar la ruta y alejarnos del
destino).
He
tomado el mismo trayecto por muchos años, a diferentes horas, y solo en una
ocasión he vivido una experiencia que podría llamar memorable. Me encontraba en
la misma estación de siempre. Serían si acaso las seis de la mañana. La escasa
iluminación apenas me permitía ver la estación. Y entonces llegó la epifanía:
sola, en medio del cruce de vialidades; sola en la estación, ni un vehículo a
la vista, ni siquiera el rumor de una brisa de madrugada. Era el silencio que
se apoderó de mí por escasos segundos y me llenó de un terror que no podría
alcanzar a describir con palabras. Pero el silencio se rompió con el motor del
primer autobús en la jornada. Desde entonces jamás fui la misma.
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