Hay soledades que pueden ser
experiencias positivas porque nos permiten estar con nosotros mismos para
apreciar (y valorar) nuestra existencia. No son experiencias frecuentes debido
a que los tiempos modernos se empeñan en reforzar las relaciones de
codependencia, por más tóxicas que estas sean.
Sin
embargo, hay otro tipo de soledades que resultan una experiencia negativa,
incluso cuando hemos acogido nuestra propia soledad para encontrarnos. Más que
un espacio físico, la solitud es una sensación de estar en una circunstancia
desierta, un limbo donde nadie más puede penetrar, pero del cual tampoco
podemos salir.
El
pozo es una buena analogía para entender la solitud. Se trata de un espacio
donde nadie más puede ingresar, pero del cual tampoco podemos escapar. Causa
angustia e incluso el espacio cerrado puede derivar en claustrofobia, con la
única esperanza que nos ofrece la luz que vemos en la boca del pozo.
La
solitud, en contraste, se trataría más de un espacio abierto, como el desierto,
cuya inmensidad puede resultar abrumadora cuando nos sabemos solos en medio de
la nada, sin un punto de referencia para ubicarnos y saber hacia dónde ir.
Hay
momentos en la vida en los que nos enfrentamos a la solitud (ese sustantivo que
ha caído en el desuso, a pesar de su recurrencia inconsciente en el mundo
moderno). Algunos no logran asimilar la inmensidad de ese tipo de soledad que
llega a lastimar. Porque uno puede estar bien en su soledad, cuando se trata de
la experiencia de estar bien consigo mismo.
El
matiz que se inclina hacia lo negativo viene cuando se está bien consigo mismo,
pero el sí mismo no basta para la existencia y es entonces que uno puede llegar
a enfrentarse a esa soledad que se cierne sobre uno de manera casi asfixiante,
abrumadora, angustiante, con esa idea infundada de que no hay salida en un
espacio abierto que nos oprime.
Ya
he dicho que mi refugio es la mesa de un bar, escondida en un rincón,
observando a “los otros” para seguir aprendiendo de la naturaleza humana. Mi
primer refugio es ese espacio al que muchos llaman hogar. Mi hogar es más un
espacio en abandono, pero sirve para los mismos fines prácticos de dormir,
comer, protegerse de las inclemencias del tiempo.
Ermitaña
podría ser, aunque no me niego al contacto humano. Vivo en soledad, sí, y
también he experimentado la solitud. Pero estoy viva, aunque reniegue de la
vida porque no tenga voluntad para vivir ni para existir. Esto que soy es
producto de mi batalla con la solitud, con los monstruos que emergen del espejo
cada mañana para decirme que estoy viva a pesar de mí.
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