Hubo un tiempo en el que caminé
todas las mañanas por la playa buscando conchas para recogerlas y posarlas en
mi oreja. Quería escuchar lo que el mar, lo más profundo del mar, tenía que
decirme a mí, la loca del silencio a cuestas. Y tuve mi momento de epifanía.
Es
curioso cómo el universo se puede manifestar en una proporción áurea guardada
en lo más profundo de la naturaleza, en lo más recóndito del mar, lejanía que
no impide arrastrar esas figuras hasta la costa de cualquier playa y abrirse a
la experiencia de escuchar para quien tiene la disposición de escuchar.
¿Qué
secretos aguardan a la humanidad escondidos en la anatomía de una concha que
habita al fondo del mar? Solo aquellos que saben escuchar con todos los
sentidos saben a qué me refiero. El mar habla en su idioma, se manifiesta de
muchas formas y puede cautivar o hacer enloquecer.
La
primera imagen que tuve del mar fue en mi primera infancia. Aunque sola, veía a
otras mujeres cubiertas con grandes túnicas (hoy sé que se llaman burkas) a la
orilla de la playa, sin siquiera percibir la frialdad del agua que rebosaba con
la fuerza de las olas.
Miraba
sus ojos porque era lo único visible, pero en ellos se apreciaba esa inmensidad
que tiene el mar, azul claro, azul profundo, azul grisáceo o mezclado con
marrón cuando las aguas estaban muy revueltas. Pero esos ojos no dejaban de
amar el mar, aunque no tuvieran la experiencia de acariciarlo.
Años
más tarde el mar se entregó a la furia de sus pensamientos y alborotó las aguas
invocando al viento. Murieron miles. Los cadáveres flotaban por toda la costa,
en la ciudad, entre las calles. Le llamarón tsunami, una manifestación de los
demonios que habitan en lo más profundo del mar.
Tal
vez ahí se perdieron sus palabras. Tal vez ahí aún habita el corazón que para
mí dejó de latir a este compás que me consume. No sé si era amor. Nunca lo
supe. Eran unos ojos color de miel que me miraban cada mañana a través de una
ventana incrustada en un edificio contiguo.
Jamás
supe su nombre. Jamás una palabra, ni siquiera el sonido de su voz. Por eso
décadas han transcurrido que me han visto caminar por la playa cada mañana,
recogiendo caracoles, acercándolos a mi oreja para escuchar qué tiene qué decir
el mar en medio de su furia, ahí desde lo profundo, donde quizás aguarde el
nombre de esos ojos que me miraban.
Cuando
suceda lo que ha de suceder, cuando suceda, mi propio nombre se volverá
silencio porque este cuerpo atrapado entre grafías morirá entre cenizas que se
pierden con el viento en el desierto.
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