Hay espacios de indeterminación
que generan múltiples interpretaciones sobre su significado y sus
implicaciones, espacios como el amanecer y el ocaso cuya luz es la misma y solo
distinguimos cada una por algunas variaciones en su coloración. Aunque son
fronteras donde se funden la luz y la sombra, se mantienen como indeterminación
porque generan conflictos sobre la percepción.
Una
frontera, en cambio, es un espacio determinado que se puede objetivar para
distinguir los otros espacios que involucra, en una división o clasificación
entre el “aquí” y “allá”, “este lado” y “aquel lado”. Sin embargo, en la
práctica hemos visto muchas muestras de que una frontera busca dividir, más que
objetivar.
Fronteras
han existido desde que la humanidad tuvo la primera noción sobre la propiedad,
la territorialidad, la nacionalidad. La frontera, en su esencia, es un límite
entre un objeto y otro que guardan algún vínculo que se desea controlar. Se
trata de una de las primeras manifestaciones de poder.
No
olvidemos a Alejandro Magno, quien buscó unificar las naciones derribando
fronteras para construir un imperio único donde convivieran diversas culturas
del mundo antiguo, clásico. Murió en el intento, pero su imperio ha sido uno de
los más grandes de los que se tenga conocimiento a lo largo de la historia.
Quizá
recuerden que hace unos días (semanas tal vez) escribía sobre el muro, los
muros, otros muros que buscaban dividir y establecer los límites entre dos o
más territorios. Muros como el de Berlín o la frontera tan extensa que existe
entre México y Estados Unidos.
Una
frontera margina, aísla, segmenta, divide naciones por su territorio, aunque involucra
otros elementos, como el fenómeno migratorio (innato en la humanidad desde que
existe la humanidad), los sistemas económicos, la propiedad, la
territorialidad, la xenofobia, entre otros factores que pueden derivar en
fronteras no visibles, pero más peligrosas.
¿Cómo
es la vida en una frontera? Las circunstancias varían e influyen muchos
elementos en esa dinámica. Tal vez de las peores fronteras que he visto en mi
vida ha sido el mar del Mediterráneo: miles, quizá millones han muerto ahogados
en ese azul tan denso en busca de un mejor horizonte que el averno en el que
habitan en las costas africanas.
Una
imagen se hizo muy famosa hace unos ayeres, por su crudeza y su fatalidad
vinculadas en el suéter rojo y los pantaloncillos azules de un pequeño que no
tendría más de cinco años, recostado en la playa boca abajo, ahogado, los
labios azules, la piel blanca, fría. Una realidad que sacudió al mundo por unos
días y, luego, nada. Una nueva noticia alrededor del mundo vino a sustituir ese
estremecimiento.
La
frontera guarda mucho de dolor, de angustia, de sueños que parecen escaparse de
las manos y, sin embargo, también albergan sueños que parecen anclarse con toda
la fuerza de la esperanza en un mejor porvenir. La frontera, cualquiera, divide
por intereses ajenos a la empatía y la solidaridad ante el dolor y la angustia
que experimenta “el otro”.
¿Lo
he vivido? Lo he vivido. Varias veces, en diferentes puntos del planeta, en
diferentes épocas, cada una bajo circunstancias diferentes. Pero el dolor no
cambia. Baste mirar los ojos de un migrante. Ahí habita un nombre que se niega
a morir en el silencio.
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