21 de mayo de 2019

136. La frontera


Hay espacios de indeterminación que generan múltiples interpretaciones sobre su significado y sus implicaciones, espacios como el amanecer y el ocaso cuya luz es la misma y solo distinguimos cada una por algunas variaciones en su coloración. Aunque son fronteras donde se funden la luz y la sombra, se mantienen como indeterminación porque generan conflictos sobre la percepción.

         Una frontera, en cambio, es un espacio determinado que se puede objetivar para distinguir los otros espacios que involucra, en una división o clasificación entre el “aquí” y “allá”, “este lado” y “aquel lado”. Sin embargo, en la práctica hemos visto muchas muestras de que una frontera busca dividir, más que objetivar.
         Fronteras han existido desde que la humanidad tuvo la primera noción sobre la propiedad, la territorialidad, la nacionalidad. La frontera, en su esencia, es un límite entre un objeto y otro que guardan algún vínculo que se desea controlar. Se trata de una de las primeras manifestaciones de poder.
         No olvidemos a Alejandro Magno, quien buscó unificar las naciones derribando fronteras para construir un imperio único donde convivieran diversas culturas del mundo antiguo, clásico. Murió en el intento, pero su imperio ha sido uno de los más grandes de los que se tenga conocimiento a lo largo de la historia.
         Quizá recuerden que hace unos días (semanas tal vez) escribía sobre el muro, los muros, otros muros que buscaban dividir y establecer los límites entre dos o más territorios. Muros como el de Berlín o la frontera tan extensa que existe entre México y Estados Unidos.
         Una frontera margina, aísla, segmenta, divide naciones por su territorio, aunque involucra otros elementos, como el fenómeno migratorio (innato en la humanidad desde que existe la humanidad), los sistemas económicos, la propiedad, la territorialidad, la xenofobia, entre otros factores que pueden derivar en fronteras no visibles, pero más peligrosas.
         ¿Cómo es la vida en una frontera? Las circunstancias varían e influyen muchos elementos en esa dinámica. Tal vez de las peores fronteras que he visto en mi vida ha sido el mar del Mediterráneo: miles, quizá millones han muerto ahogados en ese azul tan denso en busca de un mejor horizonte que el averno en el que habitan en las costas africanas.
         Una imagen se hizo muy famosa hace unos ayeres, por su crudeza y su fatalidad vinculadas en el suéter rojo y los pantaloncillos azules de un pequeño que no tendría más de cinco años, recostado en la playa boca abajo, ahogado, los labios azules, la piel blanca, fría. Una realidad que sacudió al mundo por unos días y, luego, nada. Una nueva noticia alrededor del mundo vino a sustituir ese estremecimiento.
         La frontera guarda mucho de dolor, de angustia, de sueños que parecen escaparse de las manos y, sin embargo, también albergan sueños que parecen anclarse con toda la fuerza de la esperanza en un mejor porvenir. La frontera, cualquiera, divide por intereses ajenos a la empatía y la solidaridad ante el dolor y la angustia que experimenta “el otro”.
         ¿Lo he vivido? Lo he vivido. Varias veces, en diferentes puntos del planeta, en diferentes épocas, cada una bajo circunstancias diferentes. Pero el dolor no cambia. Baste mirar los ojos de un migrante. Ahí habita un nombre que se niega a morir en el silencio.

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