Largas, breves, con hermosas
casas con patio al frente, repletas de edificios con rascacielos, con más lotes
baldíos que viviendas, pavimentadas en concreto asfáltico, concreto hidráulico,
adoquín, cantera, piedra, grava o simple tierra, con banquetas o sin ellas,
luciendo hileras de arboledas o vacías de vegetación como en las grandes urbes
mal planeadas, iluminadas o sin un solo poste de electricidad, repletas de
cables de servicios o apostadas bajo la inmensidad de un cielo azul profundo,
en medio de la guerra o gozando el privilegio de la paz.
La
calle es parte de un entorno que nos configura como individuos desde nuestros
relatos en trayectos cotidianos. La calle nos forma en la vida, para bien o
para mal. En la calle se vive la vida y también se pierde. Curiosamente las
calles que más transitamos son las que menos recuerdos nos traen. Aquellas
memorias que involucran una calle son las que vivimos en la infancia, porque en
ellas depositamos la inocencia de creer.
Las
calles, desde que son calles, han dado un orden al desarrollo de la
civilización en la conformación de las ciudades, porque se trataba de espacios
donde pudiera transitar el peatón para trasladarse de un punto a otro con mayor
facilidad. Su importancia fue tal que con el desarrollo de la ingeniería se
pudieron modernizar las antiguas calles de tierra y grava por complejas
estructuras de varias capas, como ocurrió con los caminos de Roma, muchos de
los cuales aún existen a pesar de tener más de dos mil años.
Hay
quienes también hemos sido hijos de la calle: porque ahí pasamos la mayor parte
del tiempo, porque no tenemos un hogar, porque este sistema que rige nuestra
época nos obliga a volver a casa solo para dormir, porque en la calle también
está la vida y nos nutre el movimiento del mundo más que el claustro del hogar.
En
el fondo la calle te curte de muchas formas. Ahí tenemos nuestras primeras
caídas (tal vez con algunas fracturas) y aprendimos que no es prudente andar en
patines en una pendiente. Ahí jugamos y conocimos la convivencia con otros
hijos de la calle, sumidos en la diversión hasta que oscurecía y escuchábamos
el llamado a casa. En la calle también vivimos la violencia que marca nuestros
tiempos y nos abruma. En la calle hemos visto la vida y la muerte de muchas
maneras.
Me
declaro hija de la calle, primero por orfandad. La calle me enseñó que la vida
tiene un valor en su misterio, aunque yo renuncie a la vida y la existencia. En
la calle aprendí de la solidaridad y la indiferencia, de la empatía y la
agresión. Entendí que la calle también es un repositorio de memorias y se roban
un poco de nosotros para cobrar sentido más allá de su traza. Finalmente una
calle también está expuesta a morir en el silencio.
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