Fueron cientos. Marcharon con
pancartas, con fotografías, con fragmentos de otras vidas entre las manos.
Lloraban. Andaban en silencio, bajo el ardiente sol de la primavera, algunos
con sombrillas y sombreros para aminorar la fuerza del sol que se impactaba
sobre la piel. Eran las madres de hijos ausentes, reportados como
desaparecidos, sin un indicio sobre su persona.
La
ausencia cala hondo cuando el corazón y la memoria se aferran a un vínculo con
la sombra de quien fue y hoy no está, aún con la esperanza de que vuelvan a
verse los ojos que por tanto tiempo se contemplaron. Pero los ojos vivos
también están ausentes, pensando y evocando los ojos que no han vuelto a ver.
Era
un 10 de mayo. Su dolor de madre contrastaba con otras madres celebrando su día
en amenos convivios con música y poesía. Pero su silencio imponía, se abría
paso entre las calles, cargando entre sus manos la ausencia que había abierto
una grieta en sus vidas.
La
ausencia, vista así, deja vacíos en el entramado de la vida, como puntos
sueltos que amenazaran con deshacer toda la urdimbre. La ausencia es
incertidumbre, carcome, lastima, sustituye la sangre de las venas por un eco
infinito de quien ha dejado ese vacío.
Hay
ausencias que vienen con la muerte. La persona que cruza el umbral deja esa
oquedad en la vida de quienes quedan, y aunque ese vacío desaparezca al cabo
del tiempo, durante ese lapso la ausencia cala y genera experiencias negativas
que, aunque curten, no son deseables porque uno corre el riesgo de perderse.
Sin
embargo la ausencia creada por la persona que no está, pero se desconoce sobre
su paradero, incluso si permanece viva o ha fallecido porque no hay un cuerpo
para amortajarlo, genera una incertidumbre corrosiva que amenaza la cordura y
la existencia.
Una
vida con la sensación de ausencia permanente es como si el reloj se hubiera
detenido en un punto y no caminara más. Curiosamente solo se manifiesta con
aquellas personas que hemos generado fuertes vínculos, como un hilo atado entre
ambos que se mantuviera tenso, sin saber dónde está el otro extremo.
Quisiera
decir que tengo la empatía suficiente para haber experimentado aunque fuera una
sola vez la ausencia de otra persona y añorar su presencia. La única ausencia
que me pesa es la falta de voluntad para vivir y para existir, porque prolongan
esta incertidumbre sobre la duración de la vida, una vida que partirá en
silencio, sin pies para seguirme.
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