Yo ya estaba muerta mucho antes
de nacer. Una vez en este mundo solo vine a constatar que “vivir significa
estorbar”. Qué palabras tan duras de Wislawa Szymborska para describir un
estado de abyección en el que la última aspiración es la voluntad para vivir y
la voluntad para existir. Abrir la conciencia a ese grado de verdad representa
una ruptura contra los ideales sobre el propósito de la vida.
Vivir,
al igual que la felicidad, es una aspiración personal construida bajo
circunstancias individuales y aunque cada cabeza es un mundo, mi cabeza es más
un agujero negro que devora cualquier sistema de creencias y deja únicamente el
rastro de lo que alguna vez fue.
Pocas
veces nos detenemos a analizar hasta dónde las aspiraciones de vida corresponden
más a una imposición social y hasta qué punto llevan más peso que los ideales
propios. Andamos por las sendas creadas sin atrevernos a abrir camino porque,
como los animales domesticados, nos es más fácil una vida sobre un entorno
conocido.
El
día que rompí con ese esquema yo aún no mudaba de dientes. En esa etapa en que
la infancia parece ser sinónimo de ternura e inocencia, mi corazón ya era barro
fragmentado envuelto en una bruma de cenizas. De haber cerrado mi conciencia,
tal vez hubiera tenido una infancia más prolongada, una donde hubiera
descubierto una felicidad sencilla, con una vida simple.
Pero
nací y crecí en mi primera infancia bajo la consigna de mi madre repetida en
silencio al calor de las brasas: “la vida duele”. Pensaba que ese dolor se
limitaba a la experiencia física hasta que un día descubrí que había otra
especie de dolor más intenso y difícil de trascender: la pérdida.
Ella
colgaba de una viga con su bata blanca. Los labios ya estaban morados cuando
abrí la puerta y descubrí su cuerpo inerte. No respondía a mi llamado. Nunca
respondió. Me aferré a su cuerpo tres días hasta que mis ojos ya no tenían
lágrimas para derramar. Era martes, 14 de febrero. Ese día se abrió el capullo
para dar luz a la polillas que hoy me habitan.
Yo
ya estaba muerta mucho antes de nacer. La luz de la vida fue y ha sido mi
condena. Nunca fui producto del amor: alguien más se pensó dueño de su cuerpo y
le negó la posibilidad de elegir. Vine al mundo en los ojos de mi madre, ojos
color de nube, tan extraños ante la mirada de los girasoles.
En
mi soledad he transitado por diversas experiencias de dolor, algunas más
intensas que otras. La ruptura temprana con la vida dejó una huella incapaz de
ser borrada y aunque tuve coraza de amazona, por dentro yo era incertidumbre.
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