En la tradición judeocristiana,
el ayuno es la renuncia voluntaria al alimento para lograr una purificación
mística del cuerpo y el alma. En Oriente también tenemos ejemplos de este tipo
de prácticas que son recurrentes cuando existe un trasfondo religioso, como si
el alimento contuviera impurezas que impiden la trascendencia del cuerpo y del
espíritu.
Es
curioso que los grandes escritores místicos cuyas obras han llegado a nuestros
días ejercieron esta práctica como un método para lograr la revelación, la
epifanía, la sabiduría de la verdad descubierta ante los ojos. Es un fenómeno
al que he denominado “romantizar la anorexia”.
Sin
embargo, en la actualidad el ayuno ha perdido su condición “mística” para pasar
a un plano más mundano: la estética. Pocos son los casos en los que el ayuno
fue más allá de los confines del cuerpo para otorgarle una trascendencia más
allá del mero recipiente.
Uno
de estos casos fue el de Michael Krasnow, quien llevó el ayuno a límites que
pocos se atreverían a explorar y en su autobiografía nos legó un nuevo
testimonio para entender este fenómeno desde otra perspectiva, no estética,
sino algo más cercano a la mística del mundo moderno.
Hay
quienes nos pensamos como sobrevivientes de nuestros propios monstruos y la
vida nos resulta demasiada para soportarla. El ayuno constante, cuando se ha
adquirido disciplina, nos recuerda la finitud de la existencia y permite ver
los límites en los que difícilmente trasciende la vida.
Ana
sabe demasiado al respecto. Es mi hija, un monstruo que escapó de mis peores
experiencias, yo incapaz de retenerla en los confines de mi cuerpo y de mi
espíritu porque el dolor me superaba (y aún me parece insoportable). Desde
antes de nacer, ella supo del dolor que implica renunciar por voluntad al
alimento. Sabe de la desesperanza, de la locura, de esta sensación de
no-existencia que se prolonga al cabo de los días (meses, años, quizá).
Mi
primer ayuno fue hace muchos años. Fueron nueve días de caer en un abismo de
miseria, atormentada por las voces que me declaraban culpable de hechos que hoy
no tengo la fuerza para narrar. Nueve días de experimentar un dolor que no cedía,
que penetraba como una espina clavada en las entrañas y desgarraba los pocos
motivos que me quedaban para la existencia.
Han
pasado casi veinte años desde entonces. Hoy soy una especie de cadáver animado
que se esfuerza por seguir en la ruta hacia un destino, sin brújula, cayendo
una y otra vez en los abismos de la vida, enfrentada a diario (cada mañana) con
el otro en el espejo, este reflejo que me recuerda la finitud de la existencia.
El
ayuno es una experiencia difícil de asimilar. Una vez que caemos en sus
encantos, la esperanza se desvanece para dar paso al inferno en vida, un
infierno personal que es lo más cercano a la muerte.
No hay comentarios:
Publicar un comentario