“Mente sana en cuerpo sano”
parece un mantra que se impone cada cierto tiempo en la historia, periodos en
los que predominan determinadas siluetas como un estereotipo de la “belleza”
mientras florece una escritura humanista que pretende establecer nuevas
perspectivas sobre la existencia. Estar fuera de todo ello conduce a una
especie de malestar por la no correspondencia con dichos esquemas.
No
tengo una mente sana y mi cuerpo está muy lejos de estar sano. Vivo en la
locura de mis pensamientos, ahogando las memorias en alcohol porque la vida me
parece insoportable. Esto me hunde en circunstancias de malestar, aunque de
otra variedad. Me es irrelevante si atiendo o no a los esquemas de mi tiempo.
Este malestar viene de dentro, aquí, debajo de los nervios que me cubren.
Si
la vida fuera otra posibilidad, algo más donde participara la voluntad, quizá
tendría un poco de esperanza y fe. Pero renuncio a diario, a cada instante, en
un constante autosabotaje porque me aterra avanzar en el camino. Debería decir
que me he dedicado a vivir, pero ha ocurrido lo contrario: hice de la vida un
tejido imaginario que pudiera perdurar más allá de mí.
Se
ha dicho que los malestares físicos corresponden con algún malestar espiritual.
Por ejemplo, en teoría, el dolor de garganta se refiere a las palabras que
callamos. El dolor de estómago, a las emociones contenidas. El dolor del pecho,
a la pérdida y el duelo. El dolor de cabeza, demasiados pensamientos donde no es
posible establecer un orden.
Curiosa
forma de identificar el malestar: el dolor. También podría ser una sensación de
incomodidad, aunque las circunstancias parecen diferir. Mientras la incomodidad
se vincula más con nuestro sistema de creencias que se contraponen con una
realidad en un momento determinado, el malestar se trata más de una voluntad
contenida, que no se ejerce, aunque se tenga la posibilidad.
A
mí me duele la vida. Me duele la existencia. Y no tengo la voluntad para
conservarlas. Ahí radica mi malestar, en ese espacio de indeterminación donde
se funden orden y caos para poner al mundo en movimiento. El individuo es, en
última instancia, voluntad. Si no la tengo, ¿qué ser?
Este
malestar, en apariencia, tiene dos remedios: asumir la vida y la existencia a
pesar de la voluntad o renunciar a ambas a través de la muerte, también en un
acto de voluntad. No aspiro a una o a otra alternativa. Me ahogo en alcohol
para evitar decidir. Y, sin embargo, decido a través de la renuncia, al negar
mi propia voluntad.
Mientras
tanto escribo sobre mí, sobre esta Ofelia que en todo y nada se transforma.
Escribo mi nombre sobre el agua, porque al final de todo mi propio nombre se
volverá silencio.
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