La columna vertebral se erige
como el pilar que sostiene el universo propio, el recipiente en el que es
encerrada nuestra esencia cuando nos traen al mundo. Sin ese soporte, la vida
es más endeble, sin cimientos que le den soporte para soportar esta travesía.
De
todas la partes que conforman el cuerpo, la espalda es la zona más desconocida
por su propio dueño. Podemos ver un atisbo de esa silueta en el espejo, pero no
completamente, a menos que utilicemos un juego de espejos o una fotografía, lo
que implica vernos a través de un “otro”.
En
la espalda se acumulan las preocupaciones de la cotidianidad. Conforme aumenta
la carga, la espalda se hace más corva y jorobada, aunque una espalda recta
tampoco implica que no se tengan cargas: hay mayor resistencia para
soportarlas, mientras que la espalda corva nos va devolviendo poco a poco a esa
posición fetal en la que se busca protección y refugio en el seno de alguien
más.
Hay
quien gusta de creer que en la espalda tiene ocultas unas enormes alas y que su
espíritu corresponde a un ser divino, supraterrenal, que en cualquier momento
romperá la piel que le contiene y abrirá sus alas para montar el vuelo. Otros
más viven con el pesar de sentir sus alas cortadas, la espalda corva,
imaginando que alguna vez pudieron volar.
Mi
espalda es la región que no conozco. Ojos ajenos han dicho que es la espalda
más hermosa que hayan visto. Se han entretenido en su contemplación, la besan,
la acarician, se recuestan sobre ella para escuchar mis latidos. Luego nada: el
silencio, la ausencia, la vaga memoria de que alguien pudo conocer ese
territorio no explorado.
Con
las yemas de los dedos he podido tocar algunas partes, especialmente el camino
que recorre la columna vertebral. He sentido cada vértebra como una escalinata
que asciende del abismo hacia la iluminación del cuello, el centro del universo
(algunos consideran que el centro del universo se encuentra en el ombligo).
Siento
las costillas una a una que forman una especie de jaula para mantener la vida
aprisionada. La vida late dentro, canta en una sinfonía arrítmica que hace
“bum-bum”. Respira. Se mueve al compás de la presión sanguínea. Luego nada: el
silencio, la ausencia, la vaga memoria de que en esta jaula hubo vida.
Mi
espalda morirá algún día, cuando este recipiente llamado cuerpo deje de latir.
Y mientras el cuerpo exista en tanto se degrada y se reintegra a la tierra, el
mundo evocará únicamente el esqueleto de frente, mirando al cielo, mientras la
espalda yace condenada a soportar el peso de la vida sobre la muerte. La
espalda significa más allá de mi silencio.
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