18 de febrero de 2019

49. La espalda


La columna vertebral se erige como el pilar que sostiene el universo propio, el recipiente en el que es encerrada nuestra esencia cuando nos traen al mundo. Sin ese soporte, la vida es más endeble, sin cimientos que le den soporte para soportar esta travesía.

         De todas la partes que conforman el cuerpo, la espalda es la zona más desconocida por su propio dueño. Podemos ver un atisbo de esa silueta en el espejo, pero no completamente, a menos que utilicemos un juego de espejos o una fotografía, lo que implica vernos a través de un “otro”.
         En la espalda se acumulan las preocupaciones de la cotidianidad. Conforme aumenta la carga, la espalda se hace más corva y jorobada, aunque una espalda recta tampoco implica que no se tengan cargas: hay mayor resistencia para soportarlas, mientras que la espalda corva nos va devolviendo poco a poco a esa posición fetal en la que se busca protección y refugio en el seno de alguien más.
         Hay quien gusta de creer que en la espalda tiene ocultas unas enormes alas y que su espíritu corresponde a un ser divino, supraterrenal, que en cualquier momento romperá la piel que le contiene y abrirá sus alas para montar el vuelo. Otros más viven con el pesar de sentir sus alas cortadas, la espalda corva, imaginando que alguna vez pudieron volar.
         Mi espalda es la región que no conozco. Ojos ajenos han dicho que es la espalda más hermosa que hayan visto. Se han entretenido en su contemplación, la besan, la acarician, se recuestan sobre ella para escuchar mis latidos. Luego nada: el silencio, la ausencia, la vaga memoria de que alguien pudo conocer ese territorio no explorado.
         Con las yemas de los dedos he podido tocar algunas partes, especialmente el camino que recorre la columna vertebral. He sentido cada vértebra como una escalinata que asciende del abismo hacia la iluminación del cuello, el centro del universo (algunos consideran que el centro del universo se encuentra en el ombligo).
         Siento las costillas una a una que forman una especie de jaula para mantener la vida aprisionada. La vida late dentro, canta en una sinfonía arrítmica que hace “bum-bum”. Respira. Se mueve al compás de la presión sanguínea. Luego nada: el silencio, la ausencia, la vaga memoria de que en esta jaula hubo vida.
         Mi espalda morirá algún día, cuando este recipiente llamado cuerpo deje de latir. Y mientras el cuerpo exista en tanto se degrada y se reintegra a la tierra, el mundo evocará únicamente el esqueleto de frente, mirando al cielo, mientras la espalda yace condenada a soportar el peso de la vida sobre la muerte. La espalda significa más allá de mi silencio.

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