En el Oriente hay una antigua
práctica en la que los objetos que se han roto son reparados con incrustaciones
de oro. Así se conservan los objetos con los que guardamos algún apego,
incluyendo las marcas del daño, pero con valor agregado: el daño se transforma
en belleza.
En
la vida enfrentamos numerosas batallas que dejan huellas (cicatrices) para
recordar lo que transitamos y esas huellas rara vez las observamos con el
enfoque tan sabio del Oriente. Nos dedicamos a contemplar esas heridas y nos
enfrascamos en el recuerdo de la experiencia negativa.
No
es una situación generalizada, aunque es frecuente, tanto como los casos en los
que alguien sufre algún daño (de cualquier tipo). Incluso hay ocasiones en las
que se llega a pensar que, de tanta frecuencia en daños, uno atrae dichas
experiencias o que incluso el destino conspira en nuestra contra para
condenarnos.
Rara
vez pensamos que nosotros podemos ser objetos o sujetos de daño. Es más cómodo
pensarse víctima que victimario porque eso nos justifica ante la experiencia
negativa. Y, sin embargo, en algún momento también hemos provocado un daño
irreparable. Recuérdese que ningún daño se puede borrar, se conservan incluso
las cicatrices. Después del daño, uno no es el mismo.
Hay
una frase muy gastada en estos tiempos modernos para hacer mofa de una
circunstancia: “¿quién te hizo tanto daño?”. Una burla si se considera el
contexto de la frase, utilizada cuando la experiencia de una persona responde a
otras reglas que no necesariamente se ajustan a una lógica mayoritaria.
En
mi transitar por este mundo he sufrido numerosos daños, quizás en la misma
proporción que el daño que he infligido a otros. Todo inició cuando fui traída
al mundo (seguiré insistiendo hasta el cansancio en que no vine, me trajeron al
mundo). Ahí se rompió una parte de mí que estaba unida al cosmos y, aunque
minúscula, tenía una función en esa inmensidad.
Una
tras otra se han acumulado las huellas del daño, experiencias negativas que se
aferraron a mi memoria y me condujeron a otro estadio: el daño a sí mismo.
Después de tanto tiempo en el dolor no se genera inmunidad, aunque la sensación
disminuye e incluso puede llegar a convertirse en placentera (recuérdese la
dinámica del sadomasoquismo).
Tal
vez las huellas más visibles del daño se muestran en mis cicatrices
distribuidas por todo el cuerpo. Heridas autoinfligidas durante las cuales el
correr de la sangre me dio un poco de sosiego. Pero hay heridas más profundas,
en el espíritu, esas que me torturan y con las que me torturo porque en mi
locura, prefiero herirme a herir a los demás.
En
última instancia, uno vive lo que puede soportar. Lo demás es parte del
silencio.
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