En esta aventura de estar con
vida, uno transita por caminos que en algún punto cruzan al borde de los
abismos dispuestos en el entramado de la existencia. Son raros los caminos que
no conducen a esta experiencia donde se pone a prueba la voluntad y se reafirma
o se renuncia a la existencia.
Llegados
al abismo, uno puede elegir entre cruzar o volver por el camino, aunque en este
caso los demás caminos invariablemente podrían conducir a nuevos abismos, por
lo que en algún punto tendríamos que afrontar esa especie de destino, un
destino en el que omitimos la elección tomada en el pasado que nos condujo a
ese instante porque preferimos culpar a agentes externos de nuestras
desgracias.
Cuando
uno transita por un acantilado lo más recomendable es no mirar hacia abajo,
sino al camino para calcular la distancia y el peso del siguiente paso a fin de
cruzar con mayor seguridad ese abismo. Mirar hacia abajo, donde yace la
inmensidad de nuestro abismo, genera una ilusión que nos arrastra, como un imán
que jalara del cuerpo y lo atrajera hacia el fondo, el lugar que en teoría se
quiere evitar.
Mentiría
si dijera que en mi andar por este mundo jamás he transitado por algún abismo.
Al contrario, he caído en varios y con mucha dificultad he encontrado la ruta
para continuar, porque andar fuera del camino te expone a esos acantilados que
no figuran en un mapa y que de algún modo te obligan a tomar un camino ya
recorrido por otros.
Pero
elijo y me arriesgo a continuar fuera del camino, a pesar de los abismos en los
que he caído, consciente de que es una elección por voluntad y, en
consecuencia, un sufrimiento que decidí asumir. No tendría por qué atribuir
este sufrimiento a otros, fue mi elección. En el fondo, esta elección fue
producto del origen: la falta de voluntad para venir al mundo.
La
vida en el abismo es dura, mucho más dura que las experiencias negativas que se
pudieran encontrar en un camino. Salir del abismo es tan complicado como
encender la llama de la esperanza para guiarse en medio de la tormenta. Ahí
abajo no hay luz que te pueda orientar. El caos predomina, incluyendo la
algarabía de voces que se dedican a torturar tu mente, lo que dificulta mirar
arriba para encontrar el punto de salida.
Hoy
habito en un abismo diferente, más cruel y profundo que cualquiera de los que
he cruzado. En el abismo de los ojos, ahí donde aguarda el pozo de la memoria,
uno se extingue lentamente sin posibilidad de un rescate. Nadie más puede
penetrar en ese abismo de la mirada.
Y
aquí estoy, sentada al borde de mis ojos, mirando el abismo en el que he
encontrado refugio, porque mi sufrimiento es un infierno personal por haber
elegido renunciar a la vida y la existencia. Y sin embargo vivo.
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