7 de febrero de 2019

38. La suficiencia


Hay un dicho que reza: “el trabajo todo lo vence”. Trabajé por mucho tiempo. Vendí mi fuerza laboral. Empeñé mis mejores y peores habilidades porque en algún momento creí en la premisa de que el trabajo dignifica. Pero vendes tu vida a alguien más a quien no le importa tu vida y por mucho que te esfuerces en explotar tus habilidades, nunca será suficiente.

         Hablo del ámbito laboral porque ha sido mi vida. Me dediqué a trabajar como una especie de autosabotaje para no tener una vida. Pude ser mil y un cosas en la vida, algunas más satisfactorias que otras, pero me negué esa gracia por agradar a otros.
         Eran días grises, aunque todavía no se manifestaba la tormenta que hoy vivo. Elegí la renuncia y entregué mi vida sin darme cuenta que ahí también estaban otras posibilidades no exploradas ni imaginadas para mi propia existencia. Me dejé seducir por la utópica creencia de que este nombre podría sobrevivir a mí si mi empeño era más que suficiente.
         Algo similar ocurre con lo que llaman amor. Uno entrega todo, lo mejor y lo peor de sí, por la necesidad de un vínculo que dé un poco de luz a esta sensación de incompletud. Llegado el punto, esa ofrenda que para ti representa todo, el otro le resta valor porque su idea de suficiencia no es la misma que habita en nuestra cabeza.
         El día que lo advertí ya había entregado demasiado: demasiado amor, demasiado trabajo, demasiada vida para ser tan breve. No reservé nada para mí. Y aquí me tienen, sentada al borde del abismo, en la esquina de estos ojos color de nube, deshojando la última margarita de cordura porque este vacío se vuelve insoportable a cada paso.
         No es secreto que he intentado el suicidio al menos tres veces y las tres veces he estado bajo las mismas circunstancias, con esa voz que he heredado a Ana para repetir “no eres suficiente”. Y esa es la única verdad: nunca se es suficiente, nunca se ha sido suficiente, nunca se será suficiente. Ni para el otro ni para uno mismo.
         Vivir en la mentira de la somatización es asumir una existencia recortada a la medida de lo que se exige socialmente. Pero esta sonrisa no encaja. Estos ojos nunca aprendieron a mirar en la ceguera de la ilusión. Este corazón latió siempre a un compás desacompasado. Esta lengua jamás dijo las palabras que esperaba el otro.
         Para mí he llegado a ser insuficiente. Limité mi existencia y hoy le prendo fuego una vez ahogada en alcohol. Una vida es suficiente, quizás lo único suficiente que haya en la vida.

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