12 de febrero de 2019

43. La pesadilla


Un día despiertas de súbito, con el corazón queriendo salir del pecho y el cuerpo envuelto en sudor, con la extraña sensación de que la vida te abandonó por unos instantes y caíste en un espacio sin límites físicos determinados. Y miras el techo en la penumbra, como esperando que esa visión sea una mentira y la verdad, la cruda verdad, se manifieste en cualquier momento.

         La Psicología ha intentado dar muchas respuestas a eso que ocurre en el mundo onírico. Interpretaciones. Semiótica. Símbolos del inconsciente que en teoría demuestran lo que ocurre en nuestra mente y nos trastornan los sentidos, las emociones, la vida entera.
         Lo cierto es que la pesadilla irrumpe con fuerza y desestabiliza el equilibrio del cuerpo, la mente y el espíritu. Es la abyección, la alteridad, la otredad que se manifiesta para tratar de entender del sí mismo. Y, sin embargo, una vez que se tiene la experiencia de la pesadilla, las cosas se modifican dentro, sin cambio aparente en la coraza.
         Mentiría si dijera que nunca he tenido esa experiencia. De qué otra manera podría hablar de la pesadilla sin haberla vivido. Es como hablar del hambre como tantos catedráticos de hoy en día, sin haber experimentado en carne propia el hambre. Incongruencias y matices que dejamos pasar en esta civilización moderna.
         Pero decía que en mi vida he tenido varias pesadillas, aunque solo he podido recordar algunas que escaparon del alcohol y mis lagunas mentales. La más añeja quizá sea una donde aparecía una esfinge de enormes proporciones, persiguiéndome por el desierto, entre las dunas, en un atardecer demasiado rojo, un panorama cubierto de numerosos bloques de cantera desgastados por el tiempo entre los cuales me escondía.
         Corría con los pies descalzos, apenas con unas mantas traslúcidas en tonos blancos y azules que escasamente cubrían mis cuerpo. Corría con el cabello suelto, los bucles atrapando como redes pequeñas pajas que llevaba el viento acompañadas de la arena tan áspera de ese desierto.
         Dunas y dunas sin algún rastro de vegetación, dunas y dunas sin gota de agua, dunas y dunas donde únicamente se apreciaban extensas ondas de arena marrón y ocre y el trayecto recorrido por mi silueta en lo que parecía una eternidad. Ningún rastro de la esfinge, pero me seguía, me perseguía, estaba tras de mí con su alarido de locura y me horadaba los sentidos para torturarme con su voz.
         Huía de mí, del rostro en el espejo, huía de la verdad que yace en este cuerpo desierto y en este corazón más árido que el horizonte al que aspira la mirada. Entonces abrir los ojos después de la pesadilla para ver un techo gris donde no hay más esperanza que en el sueño. Y mi voz se volvió silencio.

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