El mundo moderno y sus exigencias
sociales a menudo (mejor dicho, con bastante frecuencia) me parecen
insoportables por cierta carga de imposición sobre la circunstancia individual
para encajar en una generalidad. ¿Únicos y especiales? Sí, pero solo si se
tiene la solvencia económica suficiente para decirlo con una marca que
reproduce identidades en serie.
Vivimos
rodeados de patrones de conducta que interiorizamos como si fuéramos esponjas
que todo absorben, sin detenernos a analizar qué estamos asumiendo como propio
y qué como una célula que intenta usurpar esa identidad individual.
Es
un sistema en el que se manifiestan con mayor claridad las diferencias que
existen en la humanidad de acuerdo a las circunstancias particulares de cada individuo
y las de carácter colectivo. Clasismo, racismo, misoginia, homofobia y una
larga lista de segmentación, marginación y discriminación.
En
este mundo moderno, emblema de la defensa de los derechos humanos y la
protección de las minorías, cada individuo tiene diferentes etiquetas que se
deben presentar en la dinámica social, etiquetas que otorgan mayor o menor
integración a grupos de privilegio que hablan desde el privilegio sobre la
desigualdad.
Pero
hay fórmulas que permiten acceder a esos círculos: compra, consume, gasta,
acumula, desecha. Un ciclo de satisfacción efímera que refuerza (fortalece) la
segmentación de grupos.
Hablamos
de objetos que son presentados como la serpiente y la manzana del mítico pecado
original, necesidades infundadas que nunca estuvieron ahí, en las necesidades
básicas, primarias, y generan un malestar por no ser cubiertas como se exige en
sociedad.
Nunca
he necesitado el teléfono más moderno para comunicarme. Nunca he necesitado la
chaqueta vista en la última pasarela de un diseñador de nombre apenas
pronunciable para vestir este cuerpo finito. Nunca he necesitado la aspiradora
alemana más potente del mercado para barrer los escombros de mi corazón.
Cierto
es que el dinero puede ser condicionante para satisfacer algunas de las
necesidades básicas, como la alimentación, el sueño, la salud del organismo y
un refugio dónde resguardarse del clima. Maslow ya hablaba de esta especie de
pirámide de necesidades básicas, en cuya base tampoco figura la felicidad. Pero
en este mundo moderno vivimos con una pirámide invertida, donde las necesidades
más elementales pasan al último escaño.
Lo
mismo pasa con las relaciones sociales y el consumismo. Acumulamos en la
memoria una larga lista de nombres y rostros, con su etiqueta de vida, para
después desecharlos uno por uno cuando han dejado de servir a nuestros propósitos.
Olvidamos
a los amigos de la infancia, a los primeros amores, a los vecinos, los
conocidos, los rostros de la gente en nuestra vida cotidiana y todo ello lo
cambiamos por presencias virtuales que fomentan o limitan con la interacción
digital una necesidad (impuesta) de aprobación social.
El
día que tomen conciencia sobre sí mismos, ese día el mundo cambiará realmente.
Yo los miro sentada en la esquina de mis ojos, bebiendo alcohol, con el impulso
de arrojar gasolina sobre ese mundo y prenderle fuego. El mundo moderno me da
algo más que náuseas.
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