Escribía Virginia Woolf que, al
menos hasta principios del siglo XX, abundaban las biografías como un recuento
de hechos documentados sobre una persona, pero se dejaban fuera tantos detalles
que ayudarían a tener una perspectiva más completa sobre el individuo, lo que
dejaba en consecuencia el esbozo parcial de una vida.
Soy
Ofelia Köstrizer. Tengo ochenta y siete años (aunque en el imaginario de la
gente que ha escuchado hablar de mí piense que apenas rondo los treinta y
cinco). Mi madre se suicidó cuando tenía cinco años de edad. Nunca conocí a mi
padre. Crecí en la calle al amparo de Rebeca, “la solterona de los gatos” de un
barrio que hoy ya no existe.
Con
ella aprendí a leer y a escribir. Me alimentó durante un tiempo, hasta que la guerra
nos hizo huir y perdernos por el mundo sin volver a saber cada una de la otra.
Quizá conserva el mechón de cabello que guardaba con celo en un relicario. Yo
aún llevo puesta la cadena de chapa de oro que me obsequió al cumplir dieciséis
años.
Nunca
me casé. Nunca tuve hijos. Fui violada tres veces. Aborté. Asesiné a mis
victimarios. Nadie supo y, sin embargo, estuve presa cinco años por abofetear a
un hombre que me levantó la falda. Supongo que nunca recuperó los dientes que
le tiré con ese manotazo.
Durante
ese tiempo me hundí en la prisión de mi cabeza y comencé a escribir sobre las
voces que me atormentaban. Día y noche escuchaba el llanto de los hijos que no
tuve. No me arrepentí. No me arrepiento. ¿Para qué traer más vida a este mundo
de miserias? Con la mía ya era suficiente.
Al
volver a mi aparente libertad trabajé en varios oficios que me daban para
comer: costurera, lavandera, cocinera, mucama, lavaplatos, dependienta,
recepcionista, secretaria, trabajadora sexual. Nunca aspiré a tener algo más.
Odiaba y aún aborrezco mi existencia.
Un
día envié mi primer manuscrito a varias editoriales, sin expectativas, aunque
quizá con la esperanza de que alguien más leyera mis líneas, incluso si no se
publicaban. Pero se publicaron, quince ediciones y otras más de los veinte
libros que he escrito bajo un seudónimo de hombre.
Soy
alcohólica. Lo fui desde muy joven. He perdido los años sentada en la misma
mesa del mismo bar, fumando, mirando los rostros de la gente en las otras
mesas, ahí donde conocí el amor que nunca llegó a consumarse.
Hoy
me siento en el borde de los ojos para contemplar esta vida de renuncia. Tal
vez no me queda mucho tiempo. La eternidad espera.
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