Hace tiempo no acudo a una obra
de teatro. Por lo general me sentaba a media sala, desde donde podía tener una
vista panorámica del escenario, pero también apreciar un poco de las reacciones
de la audiencia. Pocas representaciones llamaron mi atención y la del público
como una adaptación de “La casa de Bernarda Alba”.
Fetichista
en su vestuario, la representación fue intensa y aunque los personajes, todos,
eran para roles de mujer, únicamente había una mujer en escena. El resto eran
hombres que asumieron una feminidad sobre el escenario y capturaron la atención
del público con la fuerza o sensibilidad de sus interpretaciones.
Traigo
esta obra al presente aunque hayan pasado al menos veinte años desde que la vi.
Antes se acostumbraba alguna pieza musical o pequeña representación entre cada
acto para divertimento y relajación del público, especialmente cuando se
trataba de obras dramáticas.
Parecerían
piezas al azar dispuestas para amenizar y mantener al público en su sitio
mientras se prepara el escenario para el siguiente acto, pero las cosas no son
fortuitas. Muchas de esas piezas son pensadas para relajar a la audiencia luego
de momentos de tensión durante el acto previo, relajación que tampoco se
disuelve, sino que se afianza y asimila antes de iniciar el siguiente acto.
En
la vida también existen esos entreactos que le dan color a nuestra historia
personal. En el tejido de la vida, serían los huecos dejados en el entramado,
entre cada puntada, independientemente del tipo de puntada.
La
memoria guarda las puntadas como hechos concretos que se graban más profundo
sobre la piel. Los entreactos son esos instantes que ocurren entre esos hechos
que trascienden, momentos cotidianos que, aunque no dejan una huella tan
profunda, sí dejan un rastro sobre el entramado de la vida y dan forma a
nuestro tejido.
Mis
momentos de entreactos, al menos los más vívidos o memorables, son las tazas de
café por la mañana, el primer cigarro que enciendo mientras escucho música
sentada en la penumbra de la casa, las labores domésticas (cuántos pensamientos
se pueden despertar mientras uno lava la losa), abrir los ojos para mirar el
gris del techo, incluso los sonidos de la mañana.
Para
muchos, tales cosas no tienen trascendencia en la vida y, sin embargo, son
entreactos que construyen una vida. Yo no sería la misma Ofelia sin los
pensamientos que me surgen con cada taza de café, con cada cigarro, con cada
plato que pasa bajo el chorro de agua, con ese techo gris que se desploma sobre
la mirada en cada despertar.
Y,
sin embargo, también los entreactos están condenados a morir en el silencio de
mi nombre.
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