Cualquiera diría que son dos
desconocidos. Uno va y el otro viene y en la distancia se cruzan las miradas
con aquella intensidad que solo el corazón conoce. En los ojos habita un poco
de memoria que a cada paso evoca los instantes que quedaron en reposo mientras
las heridas sanaban.
Ni
un “hola”. Ni un “adiós”. Ni un “hasta luego”. Únicamente las miradas que se
penetran y se impactan en los sentidos como meteoritos sobre los satélites del
universo. ¿Habría necesidad de palabras? Nadie lo sabe, solo ellos, cuyas vidas
fueron vinculadas por un pasado común.
Son
dos personas que caminan por la misma calle al mismo tiempo, aunque en sentidos
contrarios. Solo ellos se reconocen en la distancia y nadie más entra en ese
espacio donde cabe la mirada. Curiosamente, el mundo se vuelve relativo y todo
sonido, toda sensación, todo aroma, todo sabor, todo color y forma ajenos a ese
espacio entre los dos carece de sentido.
Podrían
detener su andar y cruzar palabra. Podrían saludarse con la mirada y seguir su
camino. Podrían ignorarse con los ojos y omitir cualquier otro contacto en lo
sucesivo. Nadie lo sabe, únicamente ellos que comparten una historia común,
ajena a los ojos de los demás peatones.
Así
es como recuerdo mi encuentro con uno de mis victimarios. Un encuentro
fortuito, a la luz del día, ignorantes de que nuestros pasos nos llevarían a
vernos los ojos nuevamente. Imposible olvidar sus ojos inyectados en violencia
una noche de hace muchos años en un callejón oscuro junto a la puerta trasera
de un bar.
Sus
manos rodearon mi cuello una vez que me habían impreso sus puños en el cuerpo y
en el rostro. Y le sentí dentro, rasgándome esta maldición de ser mujer,
penetrando en el mundo que había creado para mí como refugio a todo esto que
cargo desde mi llegada al mundo.
El
encuentro pudo ser memorable si uno y otro hubiéramos detenido nuestra marcha y
atender a ese impulso que despertaba la evocación de nuestro pasado mutuo.
Imposible no leer en sus ojos lo que ocurrió aquella noche. Desvió la mirada y
también su camino, como si mis ojos fueran juez de los actos cometidos.
No
fue el primer encuentro, pero sí se quedó grabado en la memoria, tal como se
grabó nuestro último encuentro: sus ojos inyectados en violencia se tornaron el
terror viviente en un rostro convulso, la boca abierta escupiendo el veneno de
mis ansias.
Nadie
sabrá su nombre. Nadie sabrá de su rostro. Me guardaré su memoria en el mismo
sitio a donde van los muertos.
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