Cuando conoces una forma de
evadirte del mundo, vivir en ese estado llega a convertirse en un refugio, una
zona de confort donde la ceguera es más amena que enfrentar el mundo del que
nos evadimos. Así pasa con el ciclo de ebriedad y sobriedad.
No
es secreto que hoy existo a la sombra del alcohol. Ignoro hace cuántos años de
vivir bajo estas circunstancias, lo que no me ha impedido construir mi propio
mundo ajeno a este entorno que me rodea, un mundo en el que la lógica se llega
a invertir en algunos casos y trastocan las leyes establecidas por la
humanidad.
Mi
propia realidad era una violencia que hería los sentidos. De alguna forma
llegué al alcoholismo. Se empieza por probar y después aumentan las dosis, como
las drogas, de cualquier tipo. Ese estímulo ofrece un poco de confort cuando
has vivido en un entorno adverso.
Con
los sentidos alterados por el alcohol, veía mi propia realidad bajo otro
filtro, uno que quizá matizó esto que me ha dejado cicatrices para recordarme
que estoy viva a pesar de renunciar a la vida y la existencia. Porque la
renuncia no es gratuita.
Podría
imaginar mi vida en sobriedad, ajena a los influjos del alcohol y su realidad
distorsionada, pero tal vez no estaría escribiendo estas líneas en este
momento. La vida ha sido demasiada para ser tolerable en su crudeza. Al menos
el alcohol ha despertado voces que me acompañan en mi soledad.
La
sobriedad me habría conducido a otro tipo de locura, aquella victimista donde
te arrebatan la voluntad y la poca humanidad que aún pueda conservarse en este recipiente
llamado cuerpo. Me habría perdido a mí misma en manos ajenas a estas que hoy se
llevan a la boca una copa y otra en su intento por escapar de mí.
Sabido
es que el alcohol desinfecta las heridas. Tal vez la ciencia no estaba muy
alejada de esta circunstancia. Ahogo en alcohol las memorias que transformadas
en veneno van aniquilando lo que me ha podido construir, así sea una ruina en
mi presente.
He
vivido lo suficiente. Estos ojos no necesitan enfrentarse otra vez a un mundo
que les es adverso. Hay ocasiones en que la ceguera puede marcar la diferencia
entre la vida y la muerte. Tal vez estoy muerta en vida, pero he vivido a pesar
de mí. A estas alturas la sobriedad sería la muerte, una de otra variedad,
donde las voces abandonan sus palabras y se dedican a contemplar mi partida.
Mi
madeja de vida está empapada en alcohol porque cuando suceda lo que ha de
suceder, le prenderé fuego para asegurarme de que sea mi última existencia. Al
final moriré con la esperanza de que sea mi voluntad y no la ajena.
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