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Ayer, 15 de abril del 2019, la
Catedral de Notre Dame de París sufrió un incendio. El mismo día, al mismo
tiempo, se incendió la mezquita de Al-Aqsa en la Ciudad Santa de Jerusalén. El
mismo día, al mismo tiempo, se incendiaron más de 200 hectáreas de los
manglares de Los Petenes, en Campeche. El fuego se abrió paso para dejar huella
en la historia. Cenizas que guardan memorias.
Considerado
el inicio de la civilización, el fuego generaba temor en el hombre primitivo,
hasta que el mito creó una maravillosa historia sobre un dios llamado Prometeo
que obsequió a la humanidad el fuego, considerado hasta ese tiempo como un
privilegio del Olimpo.
El
fuego transforma la materia y de eso saben muy bien quienes han vivido al calor
de la estufa. Ya lo decía bien Sor Juana Inés de la Cruz: se aprende más de
química en la cocina que en los libros de alguna academia. El fuego es creador,
de eso puede dar cuenta el gran Hefestos de la mitología griega.
Nuestra
vida gira en torno a una estrella que arde. Sin ese fuego, la vida no
existiría. Y, sin embargo, el mismo fuego que da vida también puede consumirla.
No olvidemos a quienes han perecido en las llamas e incluso en la tradición
judeocristiana se contraponen el agua del bautismo y las llamas del Infierno.
Se
trata de un elemento al que se le ha atribuido una simbología compleja en todas
las áreas del conocimiento. Existe sin un fin específico, aunque la humanidad
ha echado mano de él para sus propios fines, ya sean positivos o negativos.
Incluso se ha apropiado de él para moldearlo a su antojo bajo la forma de
fuegos artificiales, una especie de alquimia dispuesta para el divertimento.
Se
ha considerado al amor como llamas que brotan del corazón para consumir dos
almas y fundirlas en un mismo latido. Recuérdese a Tita en “Como agua para
chocolate”, ardiendo en llamas junto a Pedro en el mismo lecho una vez
consumado el amor.
¿He
ardido? Ardí en llamas. Estos ojos color de nube también son ojos de ceniza que
han visto demasiado, más de lo que deberían en toda una vida. Aquí dentro se
consumió toda emoción. La vida es una madeja a la que he ahogado en alcohol
para prenderle fuego cuando suceda lo que ha de suceder.
Y
quizá queden cenizas, ese rastro inevitable que deja el fuego a su paso. Pero
la ceniza no crea nueva vida. Es solo ceniza que permanece como vestigio de
algo que ya fue y no será jamás. Así será con mi existencia, aunque sea lo
único que tenga.
Recuérdese
a quienes murieron en el fuego. Recuérdese a quienes se rociaron con gasolina
para prenderse fuego por voluntad. Recuérdese mi nombre, porque cuando suceda
lo que ha de suceder mi propio nombre se volverá silencio.
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