En mi juventud, cuando llegué a
cursar mis estudios básicos, llevaba una materia llamada algo así como
“Orientación vocacional y formación para la vida”. Básicamente se podía resumir
en la educación de la fe, analizando los principales postulados de la Iglesia
católica (claro, sustentados en las publicaciones del entonces Papa Juan Pablo
II) en torno a temas contemporáneos como el aborto, la sexualidad humana, la
homosexualidad, el feminismo, entre otros.
Dicha
materia parecía no tener otra finalidad más allá de reforzar la fe en una
doctrina, considerando que muchos aspirábamos a seguir nuestro camino hacia las
humanidades y las ciencias. Sin embargo, en la mayoría de los casos lo único
que provocó fue que nos alejáramos de la doctrina o que viviéramos por años con
sentimiento de culpa por haber tomado una decisión libre y razonada.
Si
desde un principio la materia se hubiera concentrado en realmente orientar
sobre las vocaciones y formar para la vida, quizá nos hubiéramos ahorrado
muchos años de culpa, sufrimiento y aspiraciones frustradas. Pero la mayoría
sobrevivimos a esa etapa, aprendimos a sobrellevar la carga de culpa y muchos
años después nos liberamos de esa carga, aunque dejó secuelas que tal vez nunca
sean eliminadas.
Hay
un dicho muy popular que reza: “el que nace para tamal, del cielo le caen las
hojas”, como si la vocación fuera innata, olvidando que las habilidades y
destrezas se desarrollan desde la primera infancia si se ofrecen los estímulos
adecuados en un entorno creativo. Tal vez por eso muchos fracasamos en ciertas
áreas, mientras vemos a otros florecer y brillar por su creatividad.
Mi
primera infancia transcurrió en la violencia del hogar y después en las calles
de una ciudad cuya violencia se ha acrecentado. Mientras otros niños aprendían
a dominar sus manos preparándose para la escritura, yo aprendía a estar
callada, a guardar secretos de lo visto y lo vivido, a seguir instrucciones y
cumplir lo que se me había encomendado.
Quizá
por esa razón hoy me siento cada noche en la misma mesa del mismo bar a ver las
otras mesas, en ocasiones alguien ocupa asiento en mi mesa y escucho sus
historias, con la promesa de que esta boca no dirá palabra sobre sus
confesiones. Tal vez esa es mi vocación y la encontré en mi vejez, en el
umbral, a punto de partir.
Porque
en vida intenté de todo y aunque en todo triunfé, parecía no encajar con mis
deseos. Una vocación, para serlo, no solo debe limitarse a desempeñar una
acción de manera óptima y ser bueno en ello. A menudo olvidamos que la vocación
también debe ser satisfacción personal.
Mi
otra vocación es el homicidio: aquí dentro aniquilo las palabras contenidas,
porque al final de todo mi propio nombre se volverá silencio.
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