Usualmente utilizada para
consumir los alimentos, la mesa es en esencia un espacio de reunión, incluso si
una sola persona ocupa asiento. Geométricas o amorfas, funcionales o no, la
mesa se muestra en una amplia gama de diseños que facilitan o complican ese
espacio de reunión que se presta al diálogo, a la socialización.
Muchos
traerán en mente la llamada “Mesa Redonda” de los cantares sobre el Rey Arturo,
quizá la mesa más famosa de la historia, seguida por la mesa retratada en “La
última cena” de Da Vinci, donde los 12 apóstoles y María Magdalena compartieron
con Jesús los últimos alimentos antes del desenlace que todos conocemos a
través de las Sagradas Escrituras.
Lo
cierto es que, conforme han transcurrido los siglos, a la mesa se le han
atribuido funciones que representan más una imposición social sobre su
funcionalidad. Podemos acudir a un restaurante o bar y a la entrada se nos
pregunta el número de personas para una mesa. Curiosa reacción despierta si la
respuesta es “mesa para uno”.
Supongo
que triste debe ser pedir “mesa para dos” y que, pasado el tiempo, la segunda
persona jamás llegue a ocupar su lugar. Debe ser como encontrarse en el altar,
a punto de contraer matrimonio, y que alguno de los dos jamás se presente,
mientras la otra persona tiene que afrontar la ¿humillación? ante los invitados
que aguardan por la marcha nupcial y el tan esperado beso que selle la unión.
Aunque
la mesa es un objeto cotidiano al cual poco prestamos atención más allá de su
funcionalidad, recuerdo las diferentes mesas a las que me he sentado, la
mayoría de las veces sola, pero le guardo afecto especialmente a una: la mesa
que ocupo en este bar desde hace ya varios años.
No
es particularmente bella. Es funcional: redonda, de madera, cuatro patas (una
de ellas un poco más corta), suficientemente grande para cuatro personas, pero
también de un pequeño adecuado para reducir la sensación de soledad si la ocupa
una sola persona.
Se
distingue de las otras mesas porque hubo alguien (intuyo que varias personas)
que grabaron palabras y formas en la superficie: corazones con iniciales de dos
enamorados (tal vez con el tiempo sus relaciones fracasaron), números de teléfono,
direcciones, citas de poemas.
Yo
misma he dejado un mensaje en esa mesa, no para marcar territorio como hacen
otros, sino para dejar testimonio de mi paso por el mundo: “aquí estuvo la
sombra de mi nombre”. Porque al final de todo, cuando suceda lo que ha de
suceder, mi propio nombre se volverá silencio.
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