4 de abril de 2019

94. El tambor


Decía Virginia Woolf que las personas somos violentas por naturaleza porque escuchamos el ritmo de nuestros latidos. Si hubiera música clásica en calles y plazas, ni siquiera habría necesidad de agentes de tránsito porque llevaríamos un compás muy diferente para el ritmo de la vida.

         Y, sin embargo, Mozart, Beethoven, Vivaldi, Pachelbel, Brahms o cualquiera de los compositores que hoy conocemos no han podido apagar la violencia que agita nuestros corazones, porque cada latido es un “bum-bum” marcado por el tambor del corazón.
         Por supuesto que el ritmo define en mucho cada golpe de tambor, incluyendo su combinación con otros instrumentos que nos mantienen en una sinfonía de vida cuya marcha puede ser violenta o apacible.
         Porque la vida es una sinfonía que se prolonga, que puede quedar inacabada si uno rompe el instrumento antes de tiempo o puede dejar un remanente que se grabe en la memoria de quienes han sabido escuchar latidos ajenos.
         Hay corazones cuyo tambor apenas retumba, su música es frágil, apenas perceptible, se mueven por la vida como no queriendo vivir y, sin embargo, se entregan a la vida en un escenario simple, sencillo, que no requiere de sinfonías elaboradas para existir.
         Los hay más firmes, a un ritmo casi militar, fuertes, intensos, que se imponen sobre las notas en la partitura. Dejan huella porque se dejan escuchar y sin ellos la sinfonía de la vida sería algo muy distinto, más frágil, evanescente quizá.
         Unos más, los menos, son un estruendo que apaga cualquier otro sonido. Violentan, dejan huella, alteran la música de otros corazones con el riesgo de romper los parches de tanta fuerza que imprimen a cada nota. Incluso pierden el ritmo, ignoran la partitura e imponen su violencia por sobre todas las cosas.
         Algunos pensarán que mi corazón es un tambor que se deja escuchar, aunque con grandes momentos de silencio. En parte es cierto, aunque solo lo que corresponde al ritmo. Mi corazón es un triángulo de metal que deja un remanente en los oídos que aprenden a escuchar.
         Es un sonido frágil, pausado, aunque deja huella si se escucha con cuidado. No es como la fuerza del tambor, más vinculado con la tierra como elemento de la naturaleza. Este corazón se manifiesta más como el agua: sonidos discretos, a veces con potencia, pero que fluyen como una fuga de una sinfonía de agua y viento.
         Si alguna vez mi corazón fue tambor, ignoro cuándo se convirtió en silencio.

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