Decía Virginia Woolf que las
personas somos violentas por naturaleza porque escuchamos el ritmo de nuestros
latidos. Si hubiera música clásica en calles y plazas, ni siquiera habría
necesidad de agentes de tránsito porque llevaríamos un compás muy diferente
para el ritmo de la vida.
Y,
sin embargo, Mozart, Beethoven, Vivaldi, Pachelbel, Brahms o cualquiera de los
compositores que hoy conocemos no han podido apagar la violencia que agita
nuestros corazones, porque cada latido es un “bum-bum” marcado por el tambor
del corazón.
Por
supuesto que el ritmo define en mucho cada golpe de tambor, incluyendo su
combinación con otros instrumentos que nos mantienen en una sinfonía de vida
cuya marcha puede ser violenta o apacible.
Porque
la vida es una sinfonía que se prolonga, que puede quedar inacabada si uno
rompe el instrumento antes de tiempo o puede dejar un remanente que se grabe en
la memoria de quienes han sabido escuchar latidos ajenos.
Hay
corazones cuyo tambor apenas retumba, su música es frágil, apenas perceptible,
se mueven por la vida como no queriendo vivir y, sin embargo, se entregan a la
vida en un escenario simple, sencillo, que no requiere de sinfonías elaboradas
para existir.
Los
hay más firmes, a un ritmo casi militar, fuertes, intensos, que se imponen
sobre las notas en la partitura. Dejan huella porque se dejan escuchar y sin
ellos la sinfonía de la vida sería algo muy distinto, más frágil, evanescente
quizá.
Unos
más, los menos, son un estruendo que apaga cualquier otro sonido. Violentan,
dejan huella, alteran la música de otros corazones con el riesgo de romper los
parches de tanta fuerza que imprimen a cada nota. Incluso pierden el ritmo,
ignoran la partitura e imponen su violencia por sobre todas las cosas.
Algunos
pensarán que mi corazón es un tambor que se deja escuchar, aunque con grandes
momentos de silencio. En parte es cierto, aunque solo lo que corresponde al
ritmo. Mi corazón es un triángulo de metal que deja un remanente en los oídos
que aprenden a escuchar.
Es
un sonido frágil, pausado, aunque deja huella si se escucha con cuidado. No es
como la fuerza del tambor, más vinculado con la tierra como elemento de la
naturaleza. Este corazón se manifiesta más como el agua: sonidos discretos, a
veces con potencia, pero que fluyen como una fuga de una sinfonía de agua y
viento.
Si
alguna vez mi corazón fue tambor, ignoro cuándo se convirtió en silencio.
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