Gran polémica generó una noticia
hace algunas semanas en torno al cuadro llamado “El grito”, de Edvard Munch,
cuando se dio a conocer que no se trataba de un grito, sino de un sentimiento
más parecido a estar abrumado ante la fuerza de la naturaleza que se manifiesta
como una epifanía.
Sin
embargo dicha obra creó durante mucho tiempo toda una simbología en torno al
grito como emblema de los tiempos modernos, del individuo ante una realidad que
resulta insoportable para la existencia, una realidad donde la persona va
perdiendo cada vez más su humanidad.
Gritamos
ante circunstancias específicas que nos llaman a la vida o nos alejan de ella:
un susto, una carga de euforia, un instante de ira, un momento de frustración,
una vía para dejar salir la energía que nos consume, un ritual. Formas que
configuran parte de nuestra humanidad y complementan otras emociones que se
gestan en nuestro ser.
Pero
hay un grito en particular que parece prolongarse hacia el infinito, aunque en
el espacio físico en el que estamos insertos apenas dure un par de segundos.
Hablo del grito de dolor, ese que conocen muy bien las mujeres al momento del
parto, ante un abuso sexual, frente a la muerte de otra persona con la que han
generado vínculos especiales y que ya no tendrán continuidad más allá de las
memorias entretejidas.
Esta
clase de grito es un fragmento de nuestra vida y nuestra existencia que escapa
de nosotros una vez que nos hemos quebrado por dentro (física y
espiritualmente). En ocasiones el grito ni siquiera emerge de nuestros labios.
Permanece en la celda de nuestra boca de carámbanos y dientes, pero destruye,
corroe, estremece la humanidad que nos habita y nos empuja a un abismo del cual
es complicado salir.
Mi
vida ha transcurrido en un grito permanente. Habla el cuerpo, no mi boca.
Porque este grito me desgarra la existencia. ¿Cómo juntas los fragmentos en los
que te ha partido la vida, que te curte con dureza, con crudeza y con frialdad?
La
risa oculta el grito que nos habita. Tal vez por esa creencia he limitado mi
risa a momentos escasos en la vida y cada uno lo recuerdo perfectamente. En
cambio, cada grito se queda grabado en las cicatrices que me cubren. Son tantos
que ya me es imposible identificar a qué circunstancia responde cada uno.
Por
eso invoco al silencio, ese que pueda abarcar a las voces en mi cabeza y este
grito que me corrompe las venas con el estruendo del vacío. Vivir así es
condenar esta existencia. Cuando suceda lo que ha de suceder, mi propio nombre
se volverá silencio.
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